«Sí, la casa es un cuerpo: mi corazón la mira, la habita mi memoria; sé que está restaurándose como la abdicación del mar en las orillas, como las germinales herencias del verano, y quizá sea posible que esta casa no pueda nunca envejecer, no pueda cumplir nunca más tiempo que el de entonces, porque sus habitantes son lo mismo que llamas sin quemar, frágiles al aliento de la grieta más tenue, y ellos están haciendo que las paredes vivan, que los peldaños latan como olas, que cada habitación respire y reproduzca los irrepetibles y anónimos hechos de cada día».

Hoy, no otro sino Caballero Bonald, insumiso de la poesía, gaditano, poeta que defendió la alegría, de estilo ejemplar, que nos acaba de decir adiós, sale del bolsillo derecho de nuestra mochila. ‘Casa junto al mar’ es un poema de tanta dimensión como la Ribera del Marco. Sus versos hablan de esos habitantes que logran que los muros no terminen siendo devastados por el olvido, como los hortelanos que han dado vida al río de Cáceres y que han hecho que sus aguas rieguen sus cosechas y que sus manos, su tierra y sus azadas surquen el corazón calizo del paraíso.

Son hijos, pero también padres de este territorio, como Lorenzo Erce, el hortelano que a sus 48 años está en la flor de la vida. Cuando era niño, a la llegada y al regreso del Madruelo, su colegio (que fue el colegio de Cáceres), se quedaba embobado viendo cómo Lauri (Laureano Sánchez Rojo) cuidaba de la huerta. Atravesaba Lorenzo la calleja hasta el puente de Vadillo y allí estaba Lauri, que fue como un padre para él y de quien aprendió el oficio. Cuántas tardes inolvidables bajo el sol o la lluvia, o la brisa o el viento mientras sus ojos asombrados contemplaban la cosecha venidera.

Los terrenos, propiedad de un señor de Mérida, Antonio Gutiérrez, estuvieron al abrigo de Lauri hasta que se jubiló. El arriendo pasó luego a Lorenzo que, como el resto de hortelanos de la Ribera, paga anualmente el alquiler, «del mes de San Miguel al mes de San Miguel» como marca la costumbre centenaria.

Una cría de la colonia de galápagos leprosos en el Marco. JOSÉ PEDRO JIMÉNEZ

El sueño de Lorenzo sería hacerse con la propiedad de esta finca de media hectárea con cuatro tablas situada en las Tenerías Bajas. Son las tierras ribereñas de las que cuidó la comunidad de regantes La Concordia, una de las más antiguas de España que arraiga su raíz en la época de los Reyes Católicos: sus últimas ordenanzas tienen fecha del 17 de mayo de 1901 y figuran como propiedades de la misma las pesqueras, los cauces de riegos y los ramales.

Lorenzo riega los frutos como se riega el fruto de tu vientre, con las aguas primorosas que vienen del Marco y llegan a esas pesqueras que primero levantaron los romanos y luego utilizaron los árabes. Están tres huertas más arriba y desde ellas corre el agua por su pie hasta desembarcar en la huerta de Lorenzo, que trabaja dos horas al día cuando concluye sus tareas laborales como dependiente de una comercial veterinaria. Los fines de semana le echa hasta 12 horas diarias.

Las banastas

Hoy, la primavera es esa estación de tránsito que desemboca en el verano con sus plantas de temporada: la patata, el pimiento, los tomates, los pepinos... Ha pasado el invierno de coliflores, acelgas, puerros y espinacas, el verde que llena los canastos de Lorenzo y que luego vende en el mercado.

Pese a que los mercados existieran desde la Edad Media, fue en la plaza Mayor cuando el Foro de los Balbos sirvió de escaparate a los hortelanos de la Ribera del Marco que vendían sus productos. Cáceres recuerda aquel mercado de tres plantas construido en hierro y hormigón, con su majestuosa escalera central que tenía bolos y un bonito pasamanos. La escalera comunicaba los tres pisos, en el bajo la pescadería, en el principal los carniceros y charcuteros, y arriba los hortelanos: los Rebollo, los de Magdalena... todos los de la Huerta de la Madre hasta llegar a 50 o más.

Lorenzo se quedaba embobado viendo cómo Lauri cuidaba de la huerta. De él aprendió este oficio

Cómo olvidar ese edificio siempre húmedo, lleno de ventanas y con mucha luz en el que hacía tanto frío. Los sótanos servían para almacenar la carne y el pescado, que se guardaba en cajas repletas de hielo. Un mercado bullicioso, con sus inolvidables Navidades, cuando los tenderos llegaban cargados de pollos, gansos y pavos, que campaban en sus jaulas en espera de alguna olla caritativa.

En los puestos había anís y coñac para calentar las gargantas. Fuera, en las Piñuelas, los hortelanos ataban sus burros cuando por la mañana llegaban con sus alforjas cargadas de hortalizas. Luego las descargaban y volvían a la huerta, hasta que a mediodía regresaban al mercado en busca de la mercancía sobrante.

Allí estaban Jacoba, que tenía su puesto al lado del de Juan, el de la Joyería Jambor, de Manolo Brías, de Tate, la de Puri Mozo, de La Presenta, que era muy conocida en Cáceres, de Dioni, del señor Iglesias y el señor García, que eran guardias civiles retirados que luego se pusieron a vender fruta. En sus banastas esparcían los hortelanos las uvas, los tomates, las peras de cristal, las cerezas... Ahora, ese lugar queda en la memoria, como esos años alrededor de 1900 cuando la Ribera regaba una treintena de hectáreas de huertas, movía el mecanismo de 25 molinos y a sus pies crecían talleres e industrias que insuflaron la economía cacereña.

De vuelta, contemplamos con alegría que en la colonia de galápagos leprosos han nacido las primeras crías. Es un milagro, igual que el regalo que Lorenzo saca de la tierra para que siga viva la Ribera.

«Casa sin tiempo junto al mar, cumbre sonora entre los astros, libre razón con muros, criatura en donde acaban mis fronteras, soy menos si me faltas, tu paz rige mi vida y la hace humilde». Caballero Bonald dixit