Juan Antonio Samaranch con su famoso «à la ville de Barcelona», dicho con decisión en Lausana el 17 de octubre de 1986, pronunciaba la frase con la que a la capital catalana solo le quedaba un sitio hacia donde expandirse, el Mediterráneo. La Villa Olímpica, el nuevo barrio surgido a raíz de los Juegos Olímpicos del 92, conseguía que la ciudad se abriera definitivamente al mar.

Hasta ese momento, la zona pertenecía al complejo industrial del Poblenou y estaba llena de chabolas. El diseño corrió a cargo del equipo de arquitectos formado por Josep Martorell, Oriol Bohigas, David Mackay y Albert Puigdomènech, que confeccionaron el barrio siguiendo el modelo cuadriculado de manzanas de casas propio del Eixample barcelonés. Su construcción supuso una nueva vida para una zona tradicionalmente pobre. El lugar fue concebido como un espacio de calidad y tranquilidad lleno de jardines y amplias avenidas orientadas al océano.

Se ganaron playas como el Bogatell, Nova Icària o la Mar Bella, se recuperó el Puerto Olímpico como zona de restauración y se renovó el paseo marítimo de la Barceloneta. Hace unos años, Rubén Núñez Quesada, cacereño de 42 años y profesor de Biología en el instituto de Galisteo, paseaba por el Calerizo junto al arqueólogo y responsable del equipo de investigación Primeros Pobladores de Extremadura, Antoni Canals, quien le dijo una frase que se le quedó grabada para siempre: «Barcelona dio el cambio cuando se abrió al mar. Cuando Cáceres se dé cuenta de que debe vivir de frente a la Ribera, entonces despegará».

El futuro de la ciudad pasa inevitablemente por la Ribera, que debe ser recuperada como corredor

En el paseo de hoy precisamente nos acompaña Rubén. Mientras esperamos su llegada escuchamos a Franco Battiato, muerto esta semana con 76 años en Sicilia, en su residencia del antiguo castillo de la familia Moncada en Milo. ‘En el ritmo obsesivo la clave de ritos tribales, reinos de hechizos y de los músicos gitanos rebeldes. Y gira todo en torno a la estancia mientras se danza...’ Battiato, que llenaba discotecas en los plácidos y sonoros sábados de invierno, pone la música en este viaje, minutos antes de que Rubén salga a nuestro encuentro.

El biólogo es taxativo al reiterar que «nos hemos empeñado en olvidar lo que fuimos; quisimos ser otra cosa. Y es mentira que Cáceres no tenga un río, lo tiene, aunque ahora sea un riachuelo destrozado». Hace siete años, Rubén comenzó un blog que con el sugerente título ‘Cáceres al detalle’ nos enseña precisamente eso, los detalles menos conocidos de la ciudad y sus alrededores, un archivo de historias y leyendas siempre recomendable.

Entorno especial

En su relato, Rubén pone el ojo en la geología de la Ribera, muy interesante en cuanto a que durante su recorrido hacemos un viaje hacia atrás en el tiempo, de manera que las eras más antiguas de la historia aparecen las primeras en el subsuelo y a medida que vamos descendiendo se encuentran las más recientes. Así, partimos del Cuaternario, pero podemos terminar en las cruzianas del cámbrico del Cerro del Milano, en los inicios del paleozoico.

Es fácil observar corales, fósiles del carbonífero o tobas calcáreas que son restos de plantas, troncos y ramas al lado de Fuente Fría. Junto al experto recorremos el Calerizo. «Esto es muy especial», dice él, mientras habla de esa roca caliza sellada bajo la cual hay pizarra permeable, una clonomía que hace posible la surgencia del agua, que aquí es prácticamente inagotable. La Ribera atesora una cal de alto contenido en hierro que acaba derivando en pequeñas oquedades agrestes creadas por disolución en burbuja en formas esféricas: Maltravieso o el Conejar son las más significativas. «No se puede entender Cáceres sin la geología», advierte.

El biólogo Rubén Núñez Quesada. JOSÉ PEDRO JIMÉNEZ

A ella se suma la botánica. Rubén cita a los dos más grandes que de esta ciencia ha dado la ciudad: Marcelino Rivas Mateos y Abilio Rodríguez Rosillo. Una veintena de especies distintas, muchas de ellas desaparecidas pero catalogadas, crecieron junto al Marco, como el lirio amarillo, el spirillum (un alga microscópica), la urtica pilulifera que es la ortiga romana o de río, la papaver somniferum (famosa adormidera de la que se obtiene el opio, por ejemplo) o la erodium ciconium, también conocida como alfileres o cigüeñas.

La Ribera es, por tanto, un oasis en mitad de la penillanura y el berrocal. No hay nada semejante en muchos kilómetros a la redonda. La Charca del Rey, por ejemplo, cambia la temperatura del agua de fría a caliente y su PH es distinto según sale de la roca caliza. Es un lugar mágico, donde viven las nutrias, los cangrejos, las garcetas... y anidan las aves «a pesar de estar tan cerca de la ciudad y pese a estar tan degradado». Rubén no deja de insistir. «Es una pena verla así. Y no solo por esa concepción romántica de que esa la simiente de Cáceres o de que en su cueva estén las pinturas más antiguas del mundo, sino porque el futuro de la ciudad pasa inevitablemente por este lugar, que debe ser recuperado como corredor y como zona de expansión y conservación».

Nos despedimos de Rubén mientras sobre el agua la rana verde asoma y coquetea, profundos, inmensos y abiertos los ojos, con nuestra cámara. Entonces nos sentimos un poco nómadas, como se sintió Franco Battiato: ‘Los viajantes van en busca de hospitalidad, en pueblos soleados, en los bajos fondos de la inmensidad’. Si Barcelona pudo, nosotros también podremos