«Si mis dedos, mis pies, mis piernas, si mi cuello, mis ojos, mi cabeza, si mis manos, mis brazos, mi espalda, si mis pechos, mi ombligo, mi alma fuesen capaces de sentir las heridas y cicatrices que todas llevamos en los cuerpos, despedazaría las cuerdas, las cadenas, las sogas, ahogaría los gritos, los golpes, el quejido, repararía los daños, las lágrimas, la locura, cosería los cortes, los quiebres, la Historia».

Suena como el zumbido de la avispa en las tardes de verano este poema que María Alonso escribió en honor a las mujeres. Lo tituló ‘A mis hermanas’. Si la poesía se vuelve grito y va más allá del encaje arquitectónico de las sílabas, es entonces cuando adquiere un valor infinito.

Han asomado estos versos de la mochila otro sábado más recorriendo la Ribera. Dicen que la Ribera es blanca, como las casas encaladas de Caleros, pero que también es gris, como era el Carneril, el barrio que lindaba con el Marco y que todos llamaban el de la Teta Negra. Cuentan que así lo bautizaron porque sus mujeres sudaban trabajando en el campo y sus senos asomaban negruzcos mientras amamantaban a sus hijos en ese planeta que tan de modo magistral describía Alfonsina Storni en ‘La vía láctea’... ‘Blanco polen de mundos, dulce leche del cielo ¡Quién fuera una gigante mariposa divina para hundir la cabeza en aquella tu harina impalpable y libarte como a cosa del suelo!’

Mariposas divinas fueron estas mujeres ribereñas, de pechos negros por el calor y la escasez de agua, pero de leche blanca, corazón inmaculado y caridad y misericordia a sus retoños. Ellas, obligadas a gestionar la miseria; mujeres de San Marquino que cuando se casaban dejaban de servir en las casas de los señoritos porque a ellos ya no les valían, porque no querían la carga que suponían cuando se quedaban preñadas. Entonces descendían a lo más bajo y por un litro de aceite arreglaban los nichos de los amos, que ejercían sobre ellas un indigno vasallaje. Limpiaban sus patios, limpiaban sus mansiones de verano y hasta hacían de nodrizas para sacar adelante a los futuros caballeros. Recogían en sacas la ropa sucia, las enaguas, los calzoncillos, las bragas de encaje de las damas. Las lavaban en las fuentes del Marco y después las ponían a solear durante días hasta conseguir que el blanco de las telas reflejara a dentelladas los rayos de la mañana.

Mujeres que habían criado a sus hijos, que los educaron, les dieron estudios mientras dejaban que los cántaros rebosaran el agua primorosa de la Ribera. No pudieron aprender ni a leer ni a escribir. Muchas, llegada la segunda década de los 80 y la primera de los 90, se inscribieron en el Plan de Alfabetización del Madruelo (el colegio del queso americano de la posguerra) y lograron sacarse el graduado. Para salvar nuestras culpas las llamamos heroínas, pero en verdad fueron unas desgraciadas de las que hoy nadie habla. Su recuerdo ha pasado como gota de sangre de pato en uno de esos ‘Poemas sin nombre’ de Dulce María Loynaz: ‘Ayer quise subir a la montaña, y el cuerpo dijo no. Hoy quise ver el mar, bajar hasta la rada brilladora, y el cuerpo dijo no’. Qué injusta la historia cacereña con sus discípulas.

El molinillo

La ‘señá Puri’ tenía un molinillo de café, te lo vendía por cajetillas, Clara fue costurera, Segunda derrochaba tanto poderío, tanta entereza, tanta vida llena de zarpazos que si te tenía que decir que eras un animal de bellota, te lo decía. Un día robaron en una fábrica de Las Tenerías; lo hizo alguien porque no tenía para comer. Se montó un gran revuelo en el barrio. ‘Robar para comer no es delito’, exclamó airado el policía. Y ahí quedó la cosa.

La ladera oeste del Cerro de la Buitrera estaba llena de chozas con techos de hojalata. De vez en cuando aparecía La Barquillera, que llevaba enganchado en el brazo un cesto lleno de aquellas deliciosas obleas. Gritaba ‘barquillos, barquillos’ y luego desaparecía Fuente Rocha abajo.

El manantial del Marco. JOSÉ PEDRO JIMÉNEZ

Los maridos trabajaban en la mina. Había noches en las que se iban a pescar ranas y cazar lagartos que luego sus esposas limpiaban y vendían en el mercado. Al atardecer, los muchachos bajaban la rampa a bordo de sus patinetes de madera y ruedas de piñones entre las quejas de la señora Lucía ante tremenda algarabía. Había madres solteras señaladas por dedos acusadores que trabajaban desde que salía el sol hasta el ángelus, y que luego retomaban la labor a las cinco de la tarde y no volvían al hogar hasta que anochecía.

La ‘señá’ Puri tenía un molinillo de café, te lo vendía por cajetillas y Clara fue costurera en la Ribera

El manantial era puro, a borbotones emanaba su corriente desde las profundidades del Calerizo que vio el esfuerzo de la generación de madres de la Ribera. Ay, qué gran maestra es una madre, con solo existir ya enseña a sus hijos a amar y ningún lenguaje podrá expresar mejor el heroísmo de su amor; que una madre es como un coro celestial, ese momento en que tu corazón deja de caminar fuera de tu cuerpo y una orquesta de bienaventuranzas te conduce al paraíso a lomos de un caballo ungido por la fuerza del espíritu. Abrir las manos, prender fuego a la lluvia cuando arrecia el temporal, sellar las grietas, encontrar la pieza que te faltaba, la razón por la que amas.

Mariposas valientes, de tetas negras y blanca leche. Aunque ahora existan cientos de millas de distancia desde aquella Ribera de la desdicha hasta esta otra orilla de la vergüenza, nada es insalvable para una madre, porque solo las valientes, las generosas, las que lo dieron todo, sólo esas alcanzarán el Reino de los Cielos.