El corazón de la Ribera se tambalea. Hace cloc cloc y luego calla, como un monitor de signos vitales en la fría habitación de un hospital. Hay un poeta argentino, Roberto Juarroz, que escribe tan bien como solo sabe hacer un argentino, porque los argentinos, dicho sea de paso, lo hacen todo bien. Juarroz escribió ‘El corazón más plano de la tierra’ que es el ejemplo del desagradecimiento innato de los seres humanos y que dice así: ‘El corazón más plano de la tierra, el corazón más seco, me mostró su ternura. Y yo tuve vergüenza de la mía. Tuve vergüenza de los himnos largos, de las constelaciones derramadas, de los gestos nupciales y espumosos, de las escarapelas del amor, de los amaneceres desplomados’. No hay mayor vergüenza que la de dejar morir un corazón, no reparar en su tictac, no mimarlo con Galletas María y chocolate en las tardes de cumpleaños cuando amanece mayo y todos los milagros de la vida se convierten en sonetos.

Juarroz nos acompaña en este viaje de hoy en el que nos hemos colado, sin que nadie nos vea (solo el objetivo paciente del fotógrafo José Pedro Jiménez) en una de las huertas de la Ribera. Es de los pocos lugares que te reconfortan frente a la dejadez que asola el río de Cáceres. Durante la primavera, con el verde como mosaico, remendaba el Marco la fealdad a la que lo han condenado, pero hoy, cuando el rojo cobrizo del secarral de junio asoma, con los fuegos que amenazan el Cerro de los Pinos, este lugar se vuelve inhóspito y pegajoso cual camiseta que se empeña en pegarse al sobaco en este sábado soporífero y sin tregua.

Hemos encontrado peras y nueces y lo que serán más pronto que tarde sabrosas brevas de blanco y rojo, que sangrarán definitivamente tras la cosecha. Los hortelanos de uñas negras esculpen las ciruelas; son los pocos valientes que quedan en esta ciudad asfixiada en el asfalto que ha dado la espalda al corazón que la bombea.

Hortelanos los había por decenas, en los años en los que los muchachos se bañaban en las pesqueras, enfrente de Fuente Rocha, donde había un acusado desnivel seguramente porque el agua había surcado las rocas. En la calle Tenerías, en el puente que comunica con San Marquino, existía un desagüe; allí, de pared a pared, colocaron una tubería por la que los adolescentes gateaban y apostaban por ver quién era el más valiente. Si caían llenarían de mierda sus calzonas y la bofetada y el alpargatazo en el culo quedarían garantizados al llegar a casa.

Toto trabajó como pocos; él, como tantos, hizo de la Ribera virtud, arrancando hierbajos de las tomateras, que ‘ni agradecío ni pagao’, criando calabazas que parecían de juguete y cubriendo de trapos sus brazos para evitar la urticaria de las higueras.

Cuando era tiempo de recogida, muchos de esos hortelanos aprovechaban la leche de los higos porque curaba los callos y las verrugas. Muy cerca de allí, justo en la pared de la Eléctrica, el abuelo Jeta tenía una casa de paredes laterales y techumbre de hojalata, donde además de trabajar en el huerto se dedicaba a arreglar zapatos. ¿Alguien se acuerda de él? Nadie. Hay veces que el río de la sangre no recupera su cauce porque surge el estallido de la desmemoria. Hortelanos de los que ahora se dice que escribieron la historia, pero cuya triste realidad fue el infortunio. Sus semillas de fuego se arrojaron a la tierra hoy mancillada de la Ribera y nunca se supo del recuerdo de su vuelta.

En la mina de Valdeflores

Al llegar las mañanas del mes de abril, los ruiseñores cantaban y los hortelanos escuchaban su registro in crescendo de silbidos y borboteos mientras los Machamuelas vendían láminas de hojalata; el padre estaba empleado en la mina de Valdeflores, cuya explotación en los años 70 (se cerró en los 80) se dedicó a la extracción de estaño, litio y turquesa, la piedra que, dicen, estabilizaba sus estados de ánimo.

En la pared de la Eléctrica, el abuelo Jeta tenía una casa de paredes laterales y techumbre de hojalata

Entre las Tenerías Altas y Bajas las mulas de un vecino acarreaban las piedras de las canteras que alimentaban un sueldo miserable. Más allá, la casona y el último molino. En la Ribera de Curtidores, donde está el callejón público, a la altura del número 8, había un parvulario, y en ese lateral, en el 2, estaban los castañeros que vendían en un puesto que al atardecer instalaban en la plaza Mayor cuando caía el otoño. Muy cerca residían Los Parrones, que el padre era guarda de Cánovas.

En el barrio había barberos y en el sótano del 16 vivían muchas familias que se alquilaban una habitación y compartían las tres cocinas con las que contaba el edificio. Los guardeses se ocupaban de una finca en La Hormiga. Ella ejercía de ama de llaves y además de sus quehaceres diarios iba y venía a Cáceres a lomos de un burro en busca de la ropa que salía de los húmedos zaguanes de las casas señoriales. 

Dos palomas en el Marco. JOSÉ PEDRO JIMÉNEZ

Más arriba, en Caleros, vivía la señora Rafaela, casada con el señor Rafael (que tenían cuatro o cinco hijos), y estaba el comercio del señor Manolo y la señora Catalina. Caleros era un hervidero en el que se repartían la Casa de la Rita, que estaba enfrente de La Josefita, un comercio con el que luego se quedó el hijo de Josefita, Antonio Jiménez. Para entrar había que subir varios escalones, con un portón de madera, una puerta de cristales y un mostrador de mármol donde vendían por cuarto, o por cuarto y mitad: había lentejas, café, azúcar, trozos de queso de cabra, de queso de oveja y golosinas para endulzar las tardes al salir de la escuela.

Caleros no es lo que fue, ni tampoco la Ribera. De regreso, las palomas vigilan el horizonte plomizo por el sol mientras Roberto Juarroz borda su poema como solo sabe hacer un argentino: ‘El corazón más plano de la tierra me hizo aprender el salto en el abismo de una sola mirada’.