La hierba sagrada de la Ribera ha quedado anestesiada por el cansancio de este sábado medianero de junio, como sus pétalos de lirio, sus caminos, los terraplenes, las aguas que a duras penas sostienen erguidos los chorros que un día corrieron libres por sus arroyos. Es un tedio irredimible infectado de hierbas crecidas desmedidas a orillas de los charcos donde revolotean arrogantes los mosquitos que chupan su sangre hasta llenarla de verdugones para los que ya no queda vinagre de manzana.

Contra toda superstición hemos abierto hoy un poema de Jorge Riechmann que lleva por título ‘13’ y que aborda la necesidad de cambio que deberían exigirse las sociedades modernas. ‘Los hay que mueren de cansancio de todo lo que hay que cambiar para que nada cambie y hay quien muere de aburrimiento en esta feria universal donde continuamente ocurren cosas y nunca pasa nada’. Durante décadas, los gobernantes de Cáceres han maltratado a la Ribera hasta convertirla en un muro inaccesible lleno de juncos cerrados al porvenir. Y la han podado para que solo unos pocos amaneceres después el forraje vuelva a dejarla en perenne y confinada cuarentena.

Hubo un tiempo, sin embargo, en el que la Ribera fue la Toscana cacereña. Allí acudía la esposa del recordado ginecólogo Gonzalo Mingo, alta, espigada, con su cesta en el hombro y su sombrero de paja, ataviada igual que cuando te disfrazas para adentrarte en un mundo que no es tuyo pero que en el fondo sientes que te pertenece. Recordaba a esas damas italianas como Nicoletta Braschi en ‘La vida es bella’, que además de una película es una tesis doctoral para aprender a vivir.

Mingo era el dueño de una de las huertas donde se cultivaban la ciruelas claudias más sabrosas de la tierra. Cuentan que los hortelanos no dejaban que nadie las tocara, excepto las yemas de sus dedos, para que el día de su recolección se convirtieran en una sinfonía de Pachelbel en la batuta del paladar de la esposa de Mingo.

En ese universo del Marco había caquis y rosas de damasco; el recuerdo de su olor nos lleva inevitablemente al sabor de los pirulís que vendían en el cine Coliseum y que de tanto chuperretear sus extremidades, acababan convertidas en agujas afiladas por la lengua adolescente de los devotos del cinemascope en los años del tardofranquismo, o a los chupa chups de fresa con azúcar picapica que rodeaba el caramelo y un envoltorio transparente en el que aparecía dibujada la cara de un conejo.

Aquellas rosas amarillas decoraban cada mañana las mesas redondas del Jamec, en cuyos veladores con vistas a la calle Pintores desayunaban los señores. Durante 50 años fue el café por excelencia, un rincón de tertulias que aún permanece en la memoria colectiva de Cáceres y por el que pasaron Ortega y Gasset, Antonio Machín o Pedro Cámara, el saxofonista de Arroyomolinos. Nostalgia de un tempo donde en Cánovas crecía a borbotones la vida a los pies de la cafetería Avenida y los futbolines de Peluca.

Las nueces

De la huerta bebía el nogal; hasta él acudían los muchachos con la horquilla dura y dúctil que habían confeccionado con las ramas de los árboles; seguidamente de punta a punta le ataban una goma con un rectángulo de cuero en el centro y así hacían los tirachinas con los que lanzaban piedras al árbol gigantesco. Entonces, bajo su bóveda de sombra, de caricia fresca y suave brisa, las nueces, ya agrietadas y húmedas sus cáscaras, caían como un torbellino junto a las suelas gastadas de los pequeños mientras septiembre resistía infructuosamente al adjetivo para ser condenado a marcar su caligrafía en los pupitres. 

La horquilla dura y dúctil confeccionada de las ramas de los árboles servía a los niños de tiirachinas

Entretanto, del pozo del huerto de don Benigno emanaba el agua que corría perpendicular hacia el oeste por los canales de pizarra hasta alcanzar la cocina circular del balneario de la Ribera. Allí, alrededor de un eje, se calentaba al entrar en contacto con las paredes y discurría con la velocidad de andar a ciegas por las habitaciones con tinas en las que los clientes se metían en busca de las propiedades curativas del maná mientras un doctor anotaba en su cuaderno los avances de sus pacientes.

Bella imagen del allium gigante. JOSÉ PEDRO JIMÉNEZ

Un día murió el árbol de ciruelas claudias y al siguiente lo hizo el nogal. El balneario también murió. Alguien lo compró y sus habitaciones las destinó a viviendas que compartían familias numerosas con sus hijos numerosos. Seis o siete hijos en la misma alcoba, con derecho a cocina, con vicas donde todos meaban y cagaban y luego arrojaban a una letrina junto al río. Era la más terrible e insultante oda a la miseria jamás imaginada. Los 28 molinos han muerto, lo mismo que las tenerías o la carnicería donde se estabulaban vacas, se sacrificaban, se despiezaban, se lavaban las pieles y finalmente se curtían con el río embravecido del Marco como testigo.

Jorge Riechmann toma de nuevo la voz porque le toca terminar de leernos ‘13’: ‘Hay quienes mueren de miedo ante la mera sospecha de que podrían darse de bruces con la verdad de sus actos y hay a quienes les da tanto coraje que alguien pudiera sospechar que hay una verdad tras sus actos que sencillamente se mueren. Los hay que no mueren nunca porque ya están muertos»...

Cerramos el libro, lo metemos de nuevo en la mochila. Al fondo, bajo el puente de la ronda este, la oropéndola blanca bebe; el allium gigante se alza sobre su desnudo tallo y florece púrpura y soberbio en la primavera tardía de lo que queda de esta tierra fértil de la Toscana cacereña invencible a la muerte.