‘Ha sonado la lucha y me siento intocada. Estoy sobre los siglos con fiereza de olas. ¡Nadie palpe la sombra que mi impulso ahuyentara!’. Cuando aún huele al almizcle de embrujos y encantamientos de la noche de San Juan, se ha abierto la mochila del primer sábado del verano y se ha detenido en la página de este poema de Julia Burgos que acaricia la foto de Gema y de Leandro. Hija y padre en la huerta, bajo la banda sonora de Víctor Manuel: «Siento tu mano tibia que palmo a palmo besa mi piel y tus brazos me enredan hoy como ayer; en este nuevo día vuelvo a creer...» Padre e hija nos devuelven la esperanza de que siempre hay atardeceres que miran al oeste, cuando el sol se esconde y el agua titila río abajo entre un manto de patatas, acelgas y remolachas que son la fuente de la eterna juventud, refugio de sosiego, armisticio contra los dolores, aliento de los árboles que a tan solo unas horas invadirán las estrellas de la Ribera.

El abrazo. JOSÉ PEDRO JIMÉNEZ

Los Galán son hijos del Marco y todo comenzó en ellos con Sandalia Vergel, más bien empezó con la anterior generación, pero en la memoria de Gema está latente la imagen de su bisabuela, casada con Isidoro Galán, un hombre que un día se fue a Valdefuentes en busca de los plantones de las higueras que hoy son ya centenarias en esta huerta de una hectárea de Los Cuartos del Guadiloba.

Aquí trabajaron su abuelo, Alejandro Galán Vergel, llamado así porque era costumbre que los Galán trajeran al mundo a un Alejandro. Luego lo hizo Leandro Galán y su mujer, Juana Manzano, y sus tías Isidora, Tomasa... generaciones de mujeres valientes, vigorosas, fuentes inagotables de luz, portadoras de la alcuza de la que hablaba Dámaso, curtidas en el campo, con la mirada siempre puesta en el cielo, cruzando los dedos para tener compasivas cosechas con las que criar a sus vástagos. Proles enteras velando por estas tierras que ahora miman los primos de Gema: Samuel, Rafael y el amigo Agustín.

Un terruño labrado a mano, sin tractores, cuerpo a cuerpo en comunión con la azada; centinela de los membrillos, los manzanos, viendo cómo florecían los almendros mientras los naranjos más escondidos se revelaban en lucha fratricida de azahares hasta dejar de hacerse por fin invisibles.

La memoria

En la huerta Gema mira las ciruelas, aún les falta un mes para que pueda venderlas en su puesto del mercado de la Ronda, ese promontorio del abasto desde el que honra la memoria de su familia. La bisabuela Sandalia comenzó en los soportales de la plaza Mayor, mucho antes de que el Foro de los Balbos erigiera su colmado de tres plantas y escalera central donde tras su construcción se repartieron los Galán, los Periquenes, los de Magdalena, los Rebollo, Lorenzo y tantos más.

En sus paradas de tres metros colocaban un tablero con dos burrillas sobre el que extendían la mercancía. Era un trabajo duro que arrancaba en la huerta. Allí, junto al Marco, disponían de un tinado donde guardaban los aperos y comían las bestias, que se refugiaban bajo su techo sobre todo en invierno porque los veranos junto al río de Cáceres eran más livianos.

El paseo. JOSÉ PEDRO JIMÉNEZ

Había una cama de piedra en la que Leandro se echaba por las noches si el turno de riego le tocaba a las tres de la madrugada. Tenía yeguas y burros que horas más tarde amarraba a las argollas de la casa de la calle Padre Baylle, desde donde partía con los animales cargados con sus aguaderas en dirección a la plaza. Se iba temprano, a eso de las seis de la mañana porque los pájaros aún no habían picoteado la fruta, de modo que llegaba fresca al mercado, especialmente las ciruelas. «No llevan ningún producto químico, tan solo el polvillo que segregan para protegerse», advertía Juani a su fiel clientela.

Un día estaba Leandro en la huerta cuando lo llamó Eustaquio Blanco para decirle que esperaba la llegada del Rey al Figón y que le iba a preparar una sopa de tomate. Es costumbre en Cáceres comer este plato con higos o brevas (en el Casar lo hacen con sandía). El Borbón pudo catar el bocado exquisito que con tanto esmero criaba Leandro en esa savia de capilares secretos.

Asoman las primeras brevas del Marco. JOSÉ PEDRO JIMÉNEZ

Gema y su padre. JOSÉ PEDRO JIMÉNEZ

Al salir del colegio, Gema iba al mercado, allí jugaba con los hijos de Sebas y los sobrinos de José Lancho

En la huerta pastaban las vacas, que Leandro ordeñaba y cuya leche repartía con una jarra por el barrio de la cárcel y la plaza de toros. No tardaban en salir las vecinas con sus vasijas, al tiempo que los casareños vendían en sus cestas roscas de alfajor, de vino y mantecados que los abuelos recogían en el platillo.

El Día de la Madre, coincidiendo con la subida de la Virgen de la Montaña a su santuario, era una fiesta en la huerta, convertida en sitio de recreo, sitio de sustento, sitio de sudores de la tierra, sitio de incontables alegrías; una vida junto al pozo de sondeo. Al salir del colegio, Gema se iba al mercado, allí jugaba con los hijos de Sebas, con los sobrinos de José Lancho, que para ella son como si fueran sus tíos. Una familia que del Foro se mudó a Obispo Galarza y que ahora busca en la Ronda el alma perdida del pasado, el fruto maduro de la Ribera, que todavía sopla en los rescoldos de la hoguera de sus granados.

Todo empezó con Sandalia Vergel, la primera mujer de la familia que vendió en el Foro de los Balbos cuando el agua salía del Calerizo y corría desbocada por el océano del Marco. Recuerdos que afloran mientras Víctor Manuel sube el volumen: ‘Vente conmigo al huerto que están las rosas queriendo ver la promesa que has roto para volver y así creer lo que les conté’