A la lima y al limón Cáceres tiene el corazón partido en este día de sol que inunda la Ronda de San Francisco como aquella mañana de diciembre de 1994 cuando Simón García Bermejo llegó con su chaqueta cruzada. La noche anterior estuvo cantando en un pueblo de Badajoz; hacía unos días que había regresado de Madrid, donde actuó en la Peña Chaquetón con la crítica a sus pies, que por algo era él rey y vasallo del duende.

A la lima y al limón corretea el fandango de Manuel Vega El Carbonerillo: ‘La pena grande que se llora, con las lágrimas se va. La pena grande es la pena que no se puede llorar. Esa no se va; se queda’. A la lima y al limón canta el fandango de Huelva: ‘Mis lágrimas voy echando en un vaso de cristal y ahora las echo en el suelo porque de tanto llorar el vaso lo tengo lleno’.

Ese diciembre, del bolsillo sacó un pañuelo Simón para secarse los ojos por el brillo del cielo que se reflejaba en el que fue convento de los frailes franciscanos, que bautizaron como monasterio de San Francisco el Real y cuyos curas llegaron en el siglo XV atraídos por las bondades del agua del río de Cáceres. Sobre aquel escenario majestuoso recordaba sus orígenes el que fue uno de los grandes referentes del flamenco en nuestra ciudad.

A la lima y al limón sigue sonando en el auricular izquierdo de nuestra mochila la bulería que borda Camarón: ‘Vente conmigo a mi casa, que está a la vera de un río, y entre varetas y cañas nacen rosales bravíos’.

En la orilla de ese río, en una casa del Camino Llano, nació Simón un 17 de octubre de 1934. A esa zona se la conocía entonces como las afueras de Carrasco, donde abundaban las cocheras, entraban los autobuses y también había talleres como el de Catalino, que luego se fue a una nave inmensa junto a Contiñas. En Camino Llano vivían los Mostazo, que abrieron una tienda preciosa en la calle San Pedro. Fue San Pedro un entorno privilegiado: cerca del catastro, de Los Cabezones, que era un comercio de alimentación, de la charcutería de Antonio Pérez, de la tienda de muebles de Cordero, de la pastelería de don Valentín Acha..., en aquel centro comercial abierto muy cerca de Sederías Oriente, Paniagua, Zapatos El Cañón o la peluquería de Las Manolitas.

Fue a la escuela del Hospicio, trabajó en el campo, en una ferretería y hasta quiso hacerse torero

En esa ciudad, La Ribera del Marco fue testigo de la infancia y juventud del artista, que agradecido se hizo llamar Simón Niño de Ribera. ‘Tal vez ésta es la casa en que viví cuando yo no existí ni había tierra, cuando todo era luna o piedra o sombra, cuando la luz inmóvil no nacía’, escribía Neruda hablando de la importancia que tienen los orígenes en la trayectoria del ser humano. Simón lo sabía y aquel diciembre levantaba su brazo con el orgullo de los príncipes cuando la gente lo saludaba camino a Fuente Fría. Ya entonces era la vereda de la Ribera un paso deteriorado que poco tenía que ver con la cuna que meció al cantaor. Han pasado 27 años y el abandono continúa hiriendo de solemnidad el territorio que dio vida a Cáceres.

Flamencura

El Niño fue a la escuela del Hospicio, trabajó en el campo, en una ferretería y hasta quiso hacerse torero. Pero un buen día llegó a su casa y le dijo a su madre que lo suyo era el arte. No en vano, cantaba desde los 9 años y nunca pudo ocultar el quejío que llevaba dentro. Empezó en el Bar de Simón, que estaba en el barrio judío, en El Chato y en Cacharrín.

Cansado de recorrerse en bicicleta el Casar, Arroyo de la Luz y Malpartida se marchó a Madrid para actuar dos veces al día en Los Gabrieles; después de cada actuación pasaba el platillo. Así fue subsistiendo hasta que consiguió entrar en Las Cuevas de Nemesio y luego en Torres Bermejas, el tablao en el que tantas noches bordó el aire Tomatito. Simón recorrió miles de escenarios de Extremadura, Andalucía, París y Centroamérica... Pero nunca se fue.

Simón García Bermejo, el Niño de la Ribera. FRANCIS VILLEGAS

18 de noviembre de 1994, Diario El País: ‘El Niño de la Ribera es, sin duda, la figura más representativa de los cantaores extremeños que permanecen en su tierra. No se limita a interpretar los cantes autóctonos, que conoce a la perfección, sino que es cantaor largo, muy impuesto en todas sus gamas de estilos, sean de compás o libre’.

Agonizaba junio y Simón se despedía. ‘Sufro la inmensa pena de tu extravío. Siento el dolor profundo de tu partida. Y lloro sin que sepas que el llanto mío tiene lágrimas negras, tiene lágrimas negras como mi vida’. Compay Segundo asoma en la mochila mientras la Ribera llora. Son todas las lágrimas del mar que se amontonan en las fuentes, en los caminos, mecen los juncos y golpean las huertas en arenas movedizas de tristeza.

El Marco llora porque se ha quedado huérfano mientras la tarabilla, regordeta y de cabeza redondeada, brinca entre las ramas y suena desgarradora su flamencura por seguiriyas. La Ribera tuvo molinos y tenerías. Tuvo también a su cantaor que imbatible al desaliento llevó su nombre por medio mundo con aquel fandango de Paco Isidro con el que él hacía reboleras: ‘A mí no me afligen penas, yo tengo tres corazones, uno pa que vaya y venga, otro pa que lo aprisiones, y otro pa que tú lo tengas’.

La Ribera tuvo molinos y tenerías. Tuvo también a su cantaor que imbatible al desaliento llevó su nombre por medio mundo. Simón tenía 86 años cuando dijo adiós, después de una trayectoria en la que cantó con los más grandes: Fosforito, Valderrama, Mairena y Camarón.

Ay Camarón, a la lima y al limón. ‘O se canta sufriendo o se canta tocando las palmas. Y, cuando se sufre, se aprietan los puños, aunque estés muriéndote a chorros’, decía el gaditano. Sus palabras suenan a premonición en el viaje infinito de Simón, el niño que parió la Ribera en su vereda y que hoy llora lágrimas negras por su partida.