Habíamos pensado en Dios. En quién era Dios. O dónde estaba Dios. Entonces en la mochila ha aparecido un poema de Manuel Reina para responder a nuestro enigma. ‘El Dios en quien yo creo palpita en la conciencia, los sabios y los justos, sus sacerdotes son, los cielos y los mares publican su existencia, el bien es su doctrina, su templo la creación’. Ahora, sobre la playa de cenizas de la Ribera hemos visto de cerca el paraíso, lo hemos tocado con los dedos en este sábado en el que medianea julio. Hemos visto sus ánforas de arena, el mundo y el firmamento a su universo unido.

De la vasija del recuerdo ha asomado Manuela Maestre Antequera, que era de Sierra de Fuentes y estaba casada con Leandro Galán Vergel. Trabajó en el mercado del Foro de los Balbos hasta que se jubiló, puesto con puesto con Jacoba y La Presenta. Bajita, encantadora, Manuela vendía las frutas y hortalizas que su familia cultivaba en la huerta que tenían junto al Río de la Madre, muy cerca de la de los Rebollo. Trajo al mundo a ocho hijos, seis salieron adelante: Leandro, Isidora, Magdalena, Manolo, Tomasa y Andrea. Los otros dos se marcharon; ‘Después, como un crujido de nudos que se quiebran, tempestades soberbias que en los mares se enhebran; parto de los dioses... Un quejido de dios... ¡Y bocas que se muerden en un supremo adiós!’, como retrataba Alfonsina Storni en ese poema del desgarro y la partida.

Vivían en la calle Padre Baylle, donde está la farmacia, según subes la cuestita, en una casa preciosa con cuadras donde parían las vacas, aunque a los niños nunca los dejaban entrar a contemplar aquel espectáculo de la nacencia no fuera que la hembra se revolviera. ‘Bandás de gorriatos montesinos volaban, chirrïando por el cielo, y volaban pal sol qu’en los canchales daba relumbres d’espejuelos. Los grillos y las ranas cantaban a lo lejos, y cantaban también los colorines sobre las jaras y los brezos, y roändo, roändo, de las sierras llegaba el dolondón de los cencerros’, tal que dijera Chamizo en el himno más hermoso escrito a la vida: ‘Asina que nació besó la tierra, que, agraecía, se pegó a su cuerpo; y jue la mesma luna quien le pegó aquel beso…’

Más allá de ese paritorio de comunión con la placenta estaba el pollete donde Manuela colocaba las hortalizas antes de repartirlas con orden milimétrico en las banastas de mimbre que luego llevaban hasta la plaza. Allí vendía ella, hiciera frío o calor, en ese mercado bullicioso, con sus inolvidables Navidades, cuando los tenderos aparecían cargados de pollos, gansos y pavos, que campaban en sus jaulas en espera de alguna olla caritativa.

En los puestos había anís y coñac para calentar las gargantas. Fuera, en Las Piñuelas, los hortelanos ataban sus burros cuando por la mañana arribaban con sus alforjas cargadas de hortalizas. Las descargaban y volvían a la huerta, hasta que a mediodía regresaban en busca de la mercancía sobrante.

Los fines de semana siempre había un respiro en aquel Cáceres del Viena, en la calle Pintores, o del selecto Artesanos, que estaba en la plaza y que era para socios. Fueron memorables los bailes de Las Candelas, de Nochevieja... Siempre había orquestas, en una de ellas estaba uno de los Maganto. Cantaban ‘Dos gardenias’ de Antonio Machín, y también se atrevían por la Piquer y Carlos Gardel.

El regreso

Los lunes había que volver. Era un oficio duro, de sudor que caía a la tierra, ingrato y abrasado. Humildes, trabajadores, no hay más orgullo para un cacereño que el haber sido hortelano. Desde niños trabajaban los surcos, entre tomateras y albahacas. Lo hicieron todos los hijos de Manuela, incluida Magdalena, que se casó con Manuel Jiménez Ruiz, pescadero en el mercado.

Una especie del género rosal. JOSÉ PEDRO JIMÉNEZ

El negocio de la pescadería era un ministerio severo y sacrificado. El pescado llegaba a Cáceres en tren y se bajaba al Foro en carros arrastrados por bestias. Antes pasaba por el Fielato de la Cruz, una especie de aduana municipal donde se revisaba toda la mercancía que entraba a la ciudad. A los dueños de los carros se les llamaba carreros y los más famosos fueron el señor Vicente Gilete y Victoriano Guillén de la Osa.

En esos carros procesionaba el pescado por el mercado en torno a las seis de la mañana. Venía en cajas de madera llenas de hielo procedentes sobre todo de Punta Umbría y las menos veces de Cambados, en Galicia, porque como había que hacer transbordo en Medina del Campo siempre se retrasaba. Jureles, sardinas, toro de mar, pescado de subsistencia en la posguerra hasta que tímidamente llegaron pescadillas negras de Cádiz, o calamares y gambas, que aquello era ya un manjar.

Humildes, trabajadores, no hay más orgullo para un cacereño que el haber sido hortelano

El señor Jiménez trabajaba en ese mercado donde también lo hacían los Salgado, Clemente Cortés El Moreno; el señor Chivarro; Diego Miño; los tres hermanos Ramón, Antonio, Bernabé y Evaristo Plata; Jerónimo Arroyo; los hermanos Rodríguez, a quienes llamaban Los Castañeros, José Rico, Joaquín, Armando, Mauricio de la Montaña, Vivas...

En el Foro hubo igualmente lonja y apeadero. Cuando lo trasladaron a Galarza el mercado se dividió en tres plantas: abajo, el almacén y las cámaras frigoríficas; en medio, el pescado y la carne (a la derecha, las carnicerías, a la izquierda, las pescaderías), y arriba, la casquería, las verduras y las hortalizas.

Si Dios existe está en La Ribera, lo han dicho sus sabios en la voz de Francisco de Asís: ‘Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la madre tierra, que nos sustenta y gobierna’. Lo han dicho el rosal y el pico de coral. Lo han dicho los hortelanos, los pescaderos: suyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición.