‘Padre nuestro que estás en los cielos’, así comenzaba el ritual delante de la mesa; el patriarca en pie, ocho o diez hijos; el más pequeño todavía en el pecho de la madre. ‘Santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino’, continuaba mientras el colirrojo tizón apuraba las últimas horas de la noche reflejando su pico en el cauce ya de plata de la Ribera. ‘Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo’; y los mayores miraban al techo de cañas encaladas y travesaños que sujetaban de pared a pared la choza de Fuente Fría. ‘El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy’; entonces entrelazaban sus manos como un coro celestial para entonar la frase final de la oración. ‘Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal...’

¿Qué mal pudieron cometer estos hombres y mujeres?, abnegados en el trabajo, virtuosos del horario, defensores de la patria de su amor y del cacho de huerta que criaban como se cría a un hijo. Aún así adoraban a Dios ante su altar y pedían perdón por los pocos pecados capitales cometidos. Sentados, comían en silencio, devotos del plato de sopa que calentaba el estómago y colmaba de vaho el cristal de aquellas ventanas remendadas, con más socavones que la tierra que labraban al amanecer y por las que entraba tanto frío que a borbotones crecían los sabañones en los pies.

De la mochila ha salido este sábado un poema de Amado Nervo que es otra oda al trigo y la cebada: ‘Cuando lloro con todos los que lloran, cuando ayudo a los tristes con su cruz, cuando parto mi pan con los que imploran, eres tú quien me inspira, solo tú’. Leemos estos versos mientras Manolo Galán nos espera con su mente privilegiada de recuerdos que se amontonan como un prodigio de la naturaleza.

Los Galán, hortelanos de toda la vida, siguen manteniendo el legado de sus antepasados. Manolo ayudaba a ordeñar las vacas, trabajaba en la huerta, acudía el Día de la Madre a la Montaña porque era la fiesta grande de Cáceres... pero él se dedicó en cuerpo y alma a la panadería. Los panaderos tienen el honor de salvar al mundo entero. Cuando a fuego lento se hornea, el paisaje del pan se asemeja al trino de las aves, a los sonorosos maullidos de los gatos que esperan ser amamantados, al hogar, al agua que corría limpia por las veredas del Marco.

El sustento

La Ribera era en aquel tiempo la fuente de alimentación de Cáceres, el sustento de acelgas, peras, repollos, tomates, coliflores y calabacines. Hasta el Foro acudían diariamente entre 40 y 50 hortelanos, descargaban la mercancía al amanecer y luego por la mañana llegaban sus mujeres y sus hijos a venderla en los puestos del mercado.

Junto a los Galán, la Ribera parió grandes estirpes, como la de los Acedo, que eran cuatro hermanos, todos hortelanos y que tenían su huerta en los alrededores de la actual Clínica San Francisco, muy cerca de la de Vioque; otros ilustres fueron Jacinto, Julio y Paco Rebollo, Valen (marido de La Presenta), Los Dicanes, que eran varios hermanos como el señor Benigno, el señor Juan y el señor Narciso, o Los Poleo (Juan, Telesforo y el señor Manolo, apellidados Espada).

Los Pelayo también eran unos pocos: Domiciano, Jesús, Manolo y Paco. Los Brillo eran el señor Juan y el señor Domingo, éste último marido de Maruchi, la del supermercado de la calle Colombia. Otro hortelano reconocido fue Antonio Borrella, que se vino del Casar y se compró una huerta; su hijo Juan Borrella Cerro montó en General Ezponda la Joyería Bomar y posteriormente Jambor en la avenida de España.

Peras de una huerta del Marco. JOSÉ PEDRO JIMÉNEZ

Inolvidables fueron la señora María Rojo y el señor Alonso Sánchez, que tenían huerta y un lavadero en el que las sábanas primorosas se tendían al sol en las recias mañanas de verano. María era tía carnal de Alonso Rojo, que trabajó desde niño en El Periódico Extremadura; su padre y sus tíos también fueron panaderos.

Como todos ellos, Manolo Galán supo lo que era ganarse el pan. Dio los buenos días a todo Cáceres entregando la ofrenda más preciada del amanecer y mejor que nadie sabe que no hay otra universidad que mejor te curta que la de la calle.

La señora María Rojo y el señor Alonso Sánchez tenían huerta y lavadero

Comenzó a trabajar en la panadería de la calle Hornillo que llevaba Rosa Montes Pintado, hasta que en los 60 se marchó a la Unión Panadera Cacereña, que estaba en el 44 de la calle Margallo y cuyo origen fue el fruto de la fusión de seis panaderías de la ciudad, la del Hornillo, la de la calle Zapatería, que llevaba Justa Mena, la de Fuente Rocha, de don Francisco Rasero, la de Adolfo en Profesor Hernández Pacheco (más abajo de Tambo), La Madrileña, en Margallo con San Justo, bautizada así porque era de un señor de Madrid que se llamaba Clemente Díaz, y la de Juan Collazo, que estaba en Peña Aguda. Con el tiempo acabaron uniéndose todas las de la capital: la de la calle Nueva, de los hermanos Flores, la de los hermanos Guisado en Alfonso IX, por debajo del cuartel, la de don Antolín Fernández, que estaba en San Francisco, donde la fábrica de harina y que se la quedó Manuel Collado Vaca, la que estaba frente al mercado de la Ronda, de Juan Garrido y su hermano, la de Víctor Pérez Vega en Aldea Moret, la de La Romualda, en la plaza de las Canterías, y la de Romero, que despachaba en Margallo.

Otras panaderías célebres fueron las de los hermanos Márquez (la de Francisco en la Ronda del Carmen, y la de Alfonso en la plaza de Italia), Indestraxsa y La Artesana. Manolo también fundó Alonso y Galán Panaderos SL, en cuya remembranza aún se sostienen algunos carteles que luchan por permanecer imborrables.

Al decir adiós a Manolo Galán no podemos resistirnos a respirar el aire celeste de la Ribera y echar mano de este bellísimo poema de Dulce María Loynaz: ‘Cárcel sin carcelero y sin cadenas donde como mi pan y bebo mi agua día por día... ¡Mientras allá fuera se me abren en flor, trémulos, míos aún, todos los caminos de la tierra!