Mientras nos disponíamos a iniciar nuestra ruta sabatina por el corazón de la Ribera, el WhatsApp nos sorprendió con una canción del compositor chileno Manuel García titulada ‘La danza de las libélulas’. Chile es el sueño aún no conocido, el recuerdo de familiares que marcharon allá en busca de pozos petrolíferos y que acabaron muriendo en el alzheimer de los descendientes que termina borrando despiadadamente vínculos para dejar solo añoranzas en nuestro camino y olvido imposible de rescatar en el de ellos. ¿Quién le habla a sus hijos de sus parientes de América sin que acaso piensen que ya estás chocheando? De modo que te conformas con calzar en tus oídos los auriculares y recordar aquellos años de tu infancia, cuando todo era azul azafate en un bancal lleno de higos verdales, vinagretas y naranjos. Cuando la vida no era más que el bizcocho de tu abuela. Cuando el tiempo eran mañanas en la era y tardes con onzas de chocolate al terminar la siesta los mayores.

Pero nos queda la música de Manuel García y esta joya de bailes de letras y de acordes. Es curioso que haya canciones que nacieran para ser cantadas pero no para ser leídas ni transcritas, porque cuando las deletreas pareciera que su belleza se esfumara como el humo de las chimeneas en los hornos de la cal.

Aún así nos hemos grabado a fuego sus tres últimas estrofas: ‘Y aunque hace años que yo vivo tan lejos del mar siempre vuelvo al pueblo donde imaginé hace tiempo a mi damisela y su flor, con su sombrilla y mi amor. Damisela del jardín de las camelias. Belleza que quiero olvidar, me llama, me viene a buscar, me hace soñar. Con la violencia del mar, quisiera volver a besar hasta sangrar...’

En realidad este es uno de esos himnos que se escriben para rescatar el pasado y que éste se quede perennemente en la sociedad del ajetreo para cuando alguien quiera abrir de nuevo el tesoro de la melodía y rememorar los besos. Entonces, al paso por el puente de Vadillo la Floristería Karmen, que hace 14 años abrió María del Carmen Jiménez, nos sorprende con su aroma de primavera aunque aquí afuera el termómetro siga rugiendo. En este manto de colores se han vendido todo tipo de flores, también camelias, muchas de ellas exportadas de Portugal, pero de origen asiático.

Floristería Karmen fue fundada en el Puente de Vadillo por su propietaria, María del Carmen Jiménez

El nombre le fue dado en 1735 por el botánico Linneo, quien lo dedicó al religioso Joseph Kamel, que realizó varios estudios sobre la flora de Oriente, y que fue el primero en importar la planta al continente europeo desde Japón en el siglo XVIII. Le llegó la fama gracias a la novela de Alejandro Dumas ‘La dama de las camelias’, publicada en 1848; sólo desde entonces, la flor preferida de Marguerite Gautier, la protagonista de la obra que murió prematuramente de tuberculosis a los 23 años, cobró notoriedad. Para crear este personaje Dumas se inspiró en Marie Duplessis, una cortesana que por las noches lucía una camelia blanca o roja y por ello era llamada ‘la dama de las camelias’.

Imagen del caudal de la Ribera. JOSÉ PEDRO JIMÉNEZ

La elección de esta flor no fue accidental: de acuerdo con creencias antiguas, los japoneses consideran a la camelia el símbolo de la vida truncada, porque a diferencia de otras flores, al marchitarse no pierde los pétalos uno por uno, sino que se separa íntegramente del tallo.

Pocas flores hay tan hermosas como las camelias, que son, en definitiva, el símbolo de la libertad: llegan y se marchan cuando les viene en gana. Son el ejemplo de las posibilidades que tendría la Ribera, que sigue borbotoneando a espaldas de la clase política, quien no termina de darle su empujón definitivo. Los viveros de plantas, por ejemplo, sería una de las actividades más idóneas a desarrollar en el Marco por la facilidad de acceso al agua, como instruye el biólogo cacereño Juan Ramos Sánchez en sus cartas, en las que hace repaso a las infinitas posibilidades de cultivo que tiene este edén cacereño capaz de hacer realidad todos los milagros de la naturaleza: almendras, nueces, castañas, piñones, algarrobas, higos, manzanas, acerolas, ciruelas, melocotones, granadas, membrillos, peras, azufaifas, caquis, moras, aceitunas...

O chumberas, que se aprovecharon por los productores del arrabal cacereño que mira a la Ribera para extraer el carmín con el que se teñían las sedas, un tinte natural que igualmente se utilizó en las tenerías y cuyo ejemplo más gráfico está en la Casa de las Chimeneas situada frente a la Fuente del Concejo.

Carmín que adorna los labios que nos hicieron sangrar de amor, en esa hermosa revelación de la adolescencia cuando la Ribera era el mar donde danzaba el verderón y en sus bancales florecieron nuestros sueños cual jardín de las camelias.