Desde una terraza se puede ver el mar si cierras los ojos. O sentir las olas que rozan los dedos de tus pies y te vuelven joven de un pellizco de arena y cabriola. Soñar con el chupito de tequila con sal y limón cuando te echaban del Ariadna mientras un amigo te enseña el vídeo de su boda y tú haces una mueca al darte cuenta de todo lo que se quedó en el camino. Entonces mueves el geranio de un lado a otro de la azotea para salvarle el trocito de vida y devoras hummus y tortilla de patatas y echas un trago a la cerveza.

Si abres por un instante los ojos verás los aviones que cruzan el cielo cacereño rumbo a Chile al tiempo que suena en el Spotify la dulce voz de Mon Laferte. Con ella pasa como con ese amor de verdad: que a partir de la primera cita jamás podrás olvidar su olor. Laferte, chilena, es símbolo de la lucha feminista y defensora de los derechos del colectivo LGTBI. «Tengo canas, así soy y me gustan», reclama contra esta sociedad que nos condena a ser eternamente jóvenes. Estúpidos. Lo cierto es que todos acabaremos bien jodidos.

Suena su ‘Amor completo’, que es la definición de lo que debe ser ese sentimiento. ‘No, no hay nada mejor que probar un primer beso, y más de ti. Veo tantos colores y todos mis sentidos estallarán de tanto amarte. ¿Cómo se pueden sentir tantas cosas en tan poco tiempo, y no morir? Tú puedes hacer un gran nido en mi universo. Puedes hacer lo que quieras conmigo’.

Mientras oigo la melodía recuerdo aquel cuadro del maquetista y diseñador Enrique Ache. Era la camiseta de su hijo Diego echa jirones, sobre cuyo lienzo había lanzado bolas de pintura marrón a borbotones. Le preguntaron por su significado y él contestó con sorna: «Que el amor es una mierda». Pero Mon Laferte, imbatible al desaliento, continúa en la trinchera del enamoramiento: ‘Cada vez que yo te veo y que te pienso siento que florezco’. Y sí, hemos florecido esta noche que pone fin a agosto desde esta terraza donde imponente se levanta la cúpula del palacio de Moctezuma, donde las hadas de La Generala pasean descalzas de madrugada acariciando la primera linotipia que entre sus muros tuvo el Extremadura.

Amanece y bajamos los tramos de escalera que nos conducen a la Gran Vía. De allí, a San Francisco. Al amanecer, el estornino abre su pico pidiendo comida. Es como un dóberman con alas. De patas cortas y pico puntiagudo, negro, violeta, granate, amarillento, suena el estornino como un eco tozudo esperando a que llegue a su madre. 

Si hubiera sido el pasado, en esta mañana del sábado nos hubiéramos remojado el culo en el Marco. Habríamos reído y gritado, nos habríamos abrazado y luego de escalar por las higueras hubiéramos corrido hasta el zonche de los Villegas.

 Alfredo Villegas nació en Madrid, se casó pasados los 40 con María Cataraín Elorza, una vasca por los cuatro costados, y tuvieron un único hijo: Luis. La familia llegó a Cáceres porque a Alfredo lo destinaron como administrador del patrimonio agrario de los duques de Fernán Núñez. Villegas vivía en el palacio de las Veletas, propiedad de la duquesa, que luego lo cedió a la administración para albergar el museo. 

Alfredo Villegas, nacido en Madrid, compró una finca e hizo el zonche más famoso de Cáceres

Alfredo se relacionaba con la élite intelectual de la ciudad y en las Veletas no tardaron en cristalizar afamadas tertulias, de modo que Villegas se convirtió en un hombre influyente que acabó siendo designado diputado a Cortes. Por su trabajo y su pasión por la naturaleza, tenía Alfredo trato distendido con los hortelanos, a muchos de ellos enseñó decenas de tipos de cultivo. Su ilusión era tener una finca, así que cuando reunió el dinero necesario se hizo con una en las Vegas del Mocho. En aquel tiempo muchas fincas se abastecían del agua de la Ribera, pero esta propiedad estaba fuera del Marco y todo apuntaba a que en ella sería difícil encontrar un manantial.

Azotea de la ciudad monumental de Cáceres. EL PERIÓDICO

Sin embargo, el pertinaz Alfredo no cejaba en el intento. Excavó y, contra todo pronóstico, halló un venero que recibía agua del Paseo Alto en lo que todos creían un secarral. Se hizo el milagro y aquella fontana permitió almacenar el agua que los cacereños dieron en llamar el Zonche de los Villegas.

Situado donde ahora está el residencial Las Candelas, frente a la gasolinera Temis y con agua potable fue, en realidad, la primera piscina que tuvo Cáceres, el lugar donde tantos sueños de infancia y juventud se fraguaron y que acabó bajo tierra sepultada.

Símbolo de la fertilidad de Cáceres, la Ribera sigue fluyendo para recibir presurosa al viento de septiembre. En el horizonte oteamos la terraza donde hace tan solo unas horas pareció que florecía la Navidad en sus bombillas del Tiger. Mon Laferte canta y canta: ‘Arrúllame, ahógame, aplástame. Desármame, cómeme, fúmame. Amor inquieto, amor drogado, amor completo’.