‘No quiero que los besos se paguen ni la sangre se venda ni se compre la brisa ni se alquile el aliento’. Amanece en nuestra mochila este poema de Ángela Figuera y todos los espíritus de Rosita vagan por la Ribera mostrando a flor de agua su seno mancillado cuando aún la chiquillería cantaba, jugaba y brincaba en los desnudos años de la infancia.

El Barrio Alto, el Barrio Medio y el Barrio Bajo conformaban el Barrio de la Teta Negra, donde los agateadores picoteaban los troncos de los árboles y los burros faenaban en las eras. En el Barrio Alto vivían los municipales, algunos inspectores, intendentes y electricistas, gentes que tenían paga y por tanto medios, con familias que por herencia disponían de tierras y ganado. También residía un agente que de bueno que era jamás puso una multa; y la castañera, que los domingos por la tarde extendía su manto de castañas asadas en la plaza Mayor y eran una bendición para el estómago.

El sociograma continuaba en el Barrio Medio, con vecinos que hicieron de las cuevas y las oquedades de las rocas sus viviendas. No era extraño encontrar a mujeres que cuando morían sus hermanas se las obligaba a casarse con el cuñado para no dejar solos a los hombres. Era una costumbre atávica pues nada tenía que ver aquel matrimonio convenido con el amor ni la pasión.

Burro en la Ribera del Marco. JOSÉ PEDRO JIMÉNEZ

Un día una mujer del Barrio Medio enviudó estando encinta del cuarto de sus hijos. Tanto tenía que trabajar y tanto esfuerzo requería el sostenimiento de sus pequeños que a dos de ellos los llevó al orfanato como única salida para salvar el naufragio. Por suerte, las dos hijas mayores cosían para la gente de la calle y así fueron subsistiendo en aquel rectángulo calamitoso donde la cocina y los colchones de lana eran la misma cosa.

Otro día, uno de los policías condujo hasta la cárcel a un tabernero de la plaza Mayor al que en sentencia habían condenado por rojo. Su mujer tenía un comercio en Aguas Vivas. Se fue a la prisión dejando en casa a cinco hijos menores. En aquel tiempo hicieron lo mismo con Mariano Carbajo, médico en la Cruz de los Caídos, acusado de proporcionar medicamentos a gente necesitada y, por ello, pertenecer al bando contrario. Ambos historiales, el del médico y el del tabernero, hoy son solo un legajo amarillento por el paso del tiempo en el que no se observa causa alguna para una decisión tan cruelmente injusta.

Una mañana llegó una joven: «Madre, el padre de mi novio estuvo en la cárcel». La madre respondió: «Claro, hija mía... tu hermano fue quien lo condujo hasta ella». El tabernero. Bandos enfrentados. Las dos Españas.

En este escenario de la mezquindad, Rosita, convertida en una preciosa jovencita, solía acudir a los bailes de Aldea Moret. En aquel barrio no se tenían vecinos, se tenía familia, en esos años donde ir a Cáceres era una aventura a veces innecesaria porque en Aldea Moret no había nada pero lo tenía todo: el baile del señor Rufino, la misa de San Eugenio cada domingo, los churros de La Picha, el bellísimo jardín del pueblo minero que guardaba el señor Rollán y que cada vez que los muchachos robaban una rosa los llevaba a pura carrera, o el barrio de La Abundancia con la señora Carmen La Miajadeña, la señora Saria, La Morena y muchas más, imposible citarlas a todas.

Bailaba Rosita y el mundo paraba. Una tarde llegó uno nuevo, casado y padre de varios hijos, que siempre iba con dos tragos de más y el mundo se paró para Rosita, desde entonces condenada al infortunio. La dejó preñada y la niña asomó a la vida con malformación. A él le buscaron las cosquillas porque Rosita era menor de edad. Lo suspendieron de empleo y sueldo, pero como su familia tenía influencias, salió ileso y no tuvo que emigrar a Francia, como hacían tantos cacereños. Vendieron una finca y con el dinero consiguieron otro trabajo para aquel que había vapuleado y robado la honra de Rosita sin beso ni caricia ni noviazgo, sola en el callejón de los cuchillos.

Y Rosita se fue del barrio. Cuidó de su hija hasta la muerte porque su hija era para Rosita su mejor e inocente tesoro. Caminaban juntas, amarradas del brazo, sin saber quien era la hija y quien la madre porque apenas unos años de diferencia las separaban.

Mientras, en el Barrio Bajo amanecía. Allí vivieron los molineros, la tía Lucía, a la que comparaban con La Pasionaria. En esa zona estaban todos los de los oficios y las mujeres que bordaban y hacían el servicio social para la Cruz Roja y las Damas Apostólicas.

El alma de Rosita deambula por el agua del río como palabra descalza, como un verso en cueros sin reparar la herida infringida. ‘No quiero amar en secreto, llorar en secreto, cantar en secreto. No quiero que me tapen la boca cuando digo No Quiero’, escribe Ángela Figuera mientras la mejicana Rosario Castellanos pareciera haber sido testigo: ‘No, no he tenido novio. No, ninguno todavía. Mañana...’