Había caído la escarcha como caen los versos de Federico en el salón de mil ventanas que inspiró su ‘Pequeño vals vienés’ que ahora no podemos quitarnos de la cabeza en forma de canción de Enrique Morente y Leonard Cohen. ‘En Viena hay cuatro espejos donde juegan tu boca y los ecos; hay una muerte para piano que pinta de azul a los muchachos. Hay mendigos por los tejados, hay frescas guirnaldas de llanto. Toma este vals que se muere en mis brazos’.

Él era joven, alto, apuesto, educado, de pelo negro y piel de azabache. Había empezado a trabajar en un banco. Al caer la tarde bajaba a la Ribera cuando su amigo cerraba el comercio. Paseaban siempre hacia el mismo destino, dejando atrás Fuente Concejo. Se escondían en uno de los surcos de arena que circundaban los juncos sin más techo que el cielo estrellado, sin más lecho que la hierba mojada en forma de manta de terciopelo.

Iniciaban el vals; atrás ‘de los rumores de la tarde tibia, viendo ovejas y lirios de nieve por el silencio oscuro’ entre sus frentes. ‘Te quiero amor mío’, le decía él en sus susurros, y acariciaba su ‘quebrada cintura’, y su espalda infinita y sus muslos de acero se entrelazaban con los suyos, finos, suaves como pastillas de jabón. ‘En Viena bailaré contigo, con un disfraz que tenga cabeza de río’, le contestaba él, que siempre se vestía de mujer en las comparsas de carnaval.

Cuando era niño, antes de que su padre lo pusiera detrás del mostrador y le hiciera beber coñac y fumar tabaco de liar para tornar ronca su voz y acallar así las habladurías, miraba a las jovencitas que volvían del baile de la señora Lucía, con sus vestidos vaporosos, ceñidos al cuerpo, cortados al talle, con pañuelos en la cabeza y tacones de aguja. Entonces soñaba que de mayor sería una de aquellas princesas de los años 50, de pelo cardado y escote de barco.

Una tarde no bajó a Concejo. Nunca más bajó a Concejo y él casi se vuelve loco. Lo esperaba en la Fuente, como esperaba Penélope en el andén. ‘Pobre infeliz, se paró tu reloj infantil una tarde plomiza de abril cuando se fue tu amante. Se marchitó en tu huerto hasta la última flor. No hay un sauce en la calle Mayor para Penélope’.

Él consiguió que el banco lo destinara a un pueblo. Escapar no es olvidar. Allí, el cura lo acorraló, no paró hasta lograr que se casara con su sobrina, una soltera hacendosa, laboriosa y de buena familia. Se acobardó tanto que terminó en el altar preso de la terapia de reconversión del reverendo. Un día lo pillaron con el hijo del director en el lavabo de la sucursal y lo desterraron.

Volvió a Cáceres sin más refugio que el alcohol, convertido en un viejo que buscaba a los jovencitos que acudían al bar del Astoria, un cine que Fernando Sotomayor promovió en 1963 en la confluencia de las calles San Pedro de Alcántara y Santa Joaquina de Vedruna y que se estrenó un 6 de mayo con la película ‘Fedra’. En aquella cafetería del desaparecido cine había una cocinera que preparaba deliciosas patatas fritas y berenjenas rebozadas que eran famosas en toda la ciudad.

Pimientos de la Ribera. JOSÉ PEDRO JIMÉNEZ

Tenía la cafetería del Astoria una barra larga y grandes ventanales que se abrían en verano. Allí se apostaba él, le pedía favores a los mozos a cambio de dinero, condenado de por vida solo por intentar ser.

De vuelta a la Ribera, anclado en la puerta se sentaba uno de sus vecinos. Repugnante, le tocaba el culo a las niñas engatusándolas antes con caramelos que sacaba del bolsillo de un pantalón que le llegaba a los sobacos y que se ataba con un cinturón de hebilla gorda. ‘Caramelos no, caramelos no’, advertían las madres a las hijas al dejarlas a las puertas de la escuela. Pero algunas caían presas de aquel monstruo misógino que se despreciaba a sí mismo y que odiaba a las mujeres. La suya siempre estaba al fondo de la casa oscura. Era humilde porque su carácter estaba lleno de humildad. Y era servil y desgraciada. Se tragaba las lágrimas mientras sus dedos parían labores increíbles, cojines, cortinas, sábanas y punto de cruz.

Verdeaban los pimientos y el Herrerillo, de colores azules y amarillos, picoteaba ruidoso el eucalipto. Él, decrépito, con los pies a rastras, retornó a los juncos, pero el colector de aguas residuales de la Ribera había aniquilado el idílico rincón donde los dos proscritos enamorados habían servido a la pasión. Arrodillado, lloró mientras en la bandera de su libertad Lorca bordaba el amor más grande de su vida: ‘¡Mira qué orilla tengo de jacintos! Dejaré mi boca entre tus piernas, mi alma en fotografías y azucenas. Y en las ondas oscuras de tu andar quiero, amor mío, dejar violín y sepulcro, las cintas del vals’.