La ‘señá’ Rufina tuvo cuatro hijos. Dos de ellas, Esther y Emilia, eran modistas. Vivían en las Tenerías Bajas, en el callejón que desemboca en el río de Cáceres, muy cerca de un zonche árabe de tierras niñas, de fábulas, pastos de ovejas, vegas y agua dulce. Ellas cosían cortinajes, ropa para las bodas y los bautizos y también para el Día de la Montaña o el Domingo de Ramos porque era costumbre estrenar algo coincidiendo con ambas festividades. Pero también dirigían su aguja y su dedal hacia las casas grandes, aquellas donde vivían las familias pudientes porque tenían profesiones liberales: abogados, médicos o la condesa de no sé qué y el marqués de no sé cuantos.

A Esther y Emilia, como buenas hijas de la ‘señá’ Rufina, las llamaban ‘las Rufininas’. Pasado el tiempo, y como muchos otros, emigraron de la Ribera y se marcharon al Carneril, el barrio que construyó la lglesia y en el que vivía muy buena gente, como un maestro de Obras casado con Jacinta, o el señor Borrega, el señor Manuel Novillo Bravo, que trabajaba en el Banco Hispanoamericano, Encarna, que su marido estaba empleado en El Paraíso, que era una tienda de telas de Pintores, o Alonso Labrador, un policía armada natural de Conquista de la Sierra que se casó con Matilde Hernández, y una de cuyas hijas, Mari Carmen, diseñaba trajes de novia y empezó aprendiendo en un taller cercano a los hornos de la cal y luego en las clases que Isabelita impartía en su casa de la calle Peñas.

Hasta un piso del Carneril se fueron ‘la señá’ Rufina, Esther, Emilia y su marido. Vivían todos juntos y allí continuaron la labor de la costura porque en aquella época muchas de las mujeres de esa barriada compaginaban las tareas del hogar con el oficio de costureras.

Entretanto, las niñas de la Ribera acudían al colegio de las Damas Apostólicas en el Palacio de General Ezponda, conocido popularmente como la Casa de los Trucos pues tenía decenas de puertas y era muy laberíntico y porque decían que en el siglo XIX fue una casa de tapado, a la que se veía entrar a la gente pero nunca se la veía salir. Se comunicaba con el Palacio Episcopal y hoy es sede de la Casa de la Iglesia.

El palacio tuvo diversos usos, albergó la cristalería La Veneciana, fue casa de vecinos, llegó a haber una imprenta, y al lado, en los bajos del Torreón, abrió Aquilino su frutería. Las monjas gestionaron ese colegio que también disponía de zonas de atención a los mayores que querían sacarse el graduado y de residencia para las chicas estudiantes que venían de los pueblos y no podían costearse un alojamiento. Además, enseñaban a coser y a escribir a máquina y gestionaban un dispensario en el que ellas mismas ponían las inyecciones o tomaban la tensión.

En el primer piso se distribuían el comedor de las niñas, la residencia de las estudiantes, una capilla para el rezo diario y la llamada Sala del Quijote, donde los profesores celebraban sus claustros. En el piso superior estaban el resto de aulas, unas daban al patio, otras a Ezponda. En las clases de las maestras había estufas, en las de los maestros, no. Cuando se festejaba el Sagrado Corazón de Jesús se hacía una procesión en la que los maestros portaban el palio y después había un refrigerio en el que no faltaban los picatostes y al que invitaban a señoras de familias con recursos que ejercían una especie de mecenazgo con las monjas.

El martín pescador en la Ribera. JOSÉ PEDRO JIMÉNEZ

Las Damas Apostólicas fueron siempre muy avanzadas: todo el mundo las llamaba señoritas porque no llevaban hábito, aunque vestían un poco largas y un poco oscuras. Algunas de sus directoras fueron María Jesús Abans, Carmen Donat que era catalana, María del Carmen Puertas Padial... No era habitual que las monjas permanecieran mucho tiempo en Cáceres porque la orden nunca quería que se arraigaran a un sitio. Pero hubo dos que especialmente dejaron huella: una fue Asunción Berastegui Oficialdegui, que tanto contribuyó a que la documentación del colegio estuviera en orden que le valió el apodo de La Papeles. La otra fue Teodora Arranch, Teo, la última directora monja que tuvo el colegio y que era muy moderna porque venía con vaqueros, fumaba y se iba con las maestras a las sesiones del Astoria y el Coliseum, y también a la feria, que estaba en Los Fratres.

En el colegio fue muy famosa Valentina, a la que llamaban La Vale, que mandaba muchísimo. También formaban parte de la comunidad escolar Encarna e Isabel, que eran limpiadoras, o María Jesús, que era cocinera.

Por allí pasaron decenas de alumnas, muchas de la Ribera, cuyas madres encargaban en Mendoza de la calle Pintores las telas de tergal para los uniformes y los babis que luego Esther y Emilia cosían con primor. En Mendoza también se compraba el jabón de limón y en las zapaterías cercanas, los zapatos Gorila con los que a cambio te regalaban una pelota verde. Historias todas ellas que guardamos en el cajón de los años pretéritos cuando el martín pescador pululaba por la Ribera entre jarras de agua dulce bendecida por los dedales de sus costureras.