José y Luisa se conocieron una tarde de verano mientras él se bañaba cerca del puente de Concejo y Luisa paseaba con sus amigas, cuando el Marco era lo más parecido a un poema de Rosalía de Castro: ‘Si cantan, tú eres quien cantas, si lloran, tú eres quien llora, y eres murmullo del río y eres la noche y la aurora’. Cuando se casaron se marcharon a la calle Constancia, donde vivían los padres de Luisa. Tuvieron cuatro hijas: Petri, Luli, Marisa y María José. La infancia de aquellas niñas fue muy feliz, en aquel barrio donde vivían Nati, Felisa, que su marido murió en una explosión en la mina, y su hija se llamaba Tere y sus primas eran Pepi e Isabel, que eran hijas de Alfredo y de Martina.

La señora Nicasia era muy popular en el barrio porque arreglaba torceduras de huesos. Enfrente había una carbonería y la pensión de Isidra y Gabino, que tenían dos hijos: Jesús y Emilio. También vivía allí Paquita Navarro, culta y elegante, adelantada a su época, que preparaba las cruces de Mayo y siempre sacaba los trajes de cuando era joven para que las niñas hicieran las comedias. El padre de Paquita se llamaba Juan y era cantero, así que a las puertas de su casa se montaban largas colas de obreros que una vez a la semana acudían a cobrar el jornal. Enfrente estaba la señora Fermina, que vendía chucherías.

En las tardes interminables de verano Luisa ponía una sábana sobre el suelo para que sus hijas durmieran la siesta. Las conminaba a guardar silencio recordándoles que de lo contrario perderían el helado de rigor, puesto que entonces pasaba por la calle el heladero, con aquellos helados que te sabían a gloria.

José, el marido de Luisa, al que todos conocían como Pepe, trabajaba en Mendieta, establecimiento en el que permaneció durante 30 años. Mendieta estaba en el número 1 de la calle Pintores y era como unos grandes almacenes, donde se vendía de todo, desde perfumería hasta textil. Era propiedad de Antonio Mendieta, empresario cacereño que se casó con Mercedes y que vivía en Cánovas.

La tienda tenía un mostrador muy largo y varias plantas. A mano izquierda disponía de una casillita de cristal donde estaban las cajeras, unas veces era Carmen, otras era Mercedes. El escaparate de Mendieta era una amalgama de productos, un edén comercial al que arribaba todo Cáceres y también mucha gente de los pueblos cercanos atraída por su variedad de oferta.

Junto a Pepe Román trabajaban como dependientes Jesús; Santiago, que estaba en el almacén; Felipe; Emilio, que era el botones y que con frecuencia subía a casa de los Román para que Luisa hiciera los arreglos; Sevilla; Vito; Toñi; Charo... y muchos más.

El rabilargo en el Marco. JOSÉ PEDRO JIMÉNEZ

Pepe acudía a su trabajo como un pincel, con su corbata y su impoluto traje. Y es que lo de antes era despachar de verdad; los dependientes lideraban el mostrador y desenvolvían género y género, y luego lo volvían a envolver cuando la clienta, siempre ‘achuchaína’ de perras , decía: «Gracias Pepe; mira, que ya vendré con el niño para que se lo pruebe».

En la sección de Perfumería había buenas marcas, aunque lo que arrasaba era la colonia a granel: ahora compras el bote de litro, antes te llevabas un pequeño frasco de casa y hacías filigranas para que te durara el mes entero.

Hasta Mendieta subían por hileras los hijos de la Ribera cada septiembre justo antes de empezar la escuela. Allí compraban las calzonas y el papel higiénico que era de estraza, de dos capas, una más fina decían, pero en cualquier caso parecía una sierra de todo punto irrompible. Se trataba de la marca Elefante, que fue la más popular en la España de la época. Lo curioso es que el envoltorio de celofán amarillo no tenía marca ni se especificaba su uso, sino que incluía el dibujo de un elefante en rojo furioso y la leyenda ‘400 hojas. Patentado’. Elefante fue una especie de símbolo nacional. Y también de progreso, porque hasta entonces ¿quién en Cáceres se limpiaba el culo con papel? si para eso estaban las piedras de las orillas del Marco o las hojas de los periódicos partidas a la mitad que se colocaban de un gancho en los retretes de los bares.

Además de los uniformes, en Mendieta se compraban las sábanas y las almohadas, el lienzo negro, las bastillas y la tela de panamá que utilizaban las mujeres para bordar a punto de cruz después de aperar la cocina.

La víspera de Reyes Mendieta cerraba a las 12 de la noche. Luisa llevaba a sus hijas a ver el desfile y luego pasaba por la pastelería Isa a comprar dos bizcochos de limón, que llevaba al bueno de Pepe para que aguantara hasta el cierre. Al llegar a casa, cerraba los ojos y emulaba aquella tarde en la Ribera cuando el rabilargo, gracil y estilizado, envolvía su cara de ternura mientras recordaba el poema de Rosalía: ‘Devolvedle a la flor su perfume después de marchita; de las ondas que besan la playa y que una tras otra besándola expiran. Recoged los rumores, las quejas, y en planchas de bronce grabad su armonía, hora tras hora, día tras día».