25 años atrás había salido del cine cabizbaja. Pasa. Pasa cuando en la pantalla se refleja una historia de amor parecida a la tuya. ‘¿Por qué no puedo creer que esto me baste solo porque tiene que ser así, y no puedo fingir que no siento lo que siento solo porque mañana se acabe?’. Retumbaba la frase de ‘Los puentes de Madison’ a las puertas del cine y ella suspiraba recordando esa mañana en las Tenerías Bajas cuando vio pasar a uno de los hojalateros que vivían en el Cerro de la Buitrera, en la cara que mira al puente de Vadillo.

Hasta entonces había vivido una vida tranquila junto a su marido y su hijo de apenas unos meses. Pero todo cambió ese junio cuando el río de Cáceres iba crecido. Pasaba él, sudoroso y alto, guapo, moreno, delgado. Se detuvo en su puerta y le pidió de beber. ¿Cómo negar un vaso de agua?, se dijo mientras le invitaba a que entrara en la cocina. Sacó una vasija y convirtió la garganta del hojalatero en una bandada de palomas, en sed ardiente de néctar y de miel, en sed de pecho, de fuente y de aleteo.

La cama, con hambre de Dios, era sábanas y bocas de alegres manantiales, de besos y humedales, de agua que si minutos antes era fría, ardía ahora sobre el somier roído de la alcoba. ‘No puedo fingir que no siento lo que siento solo porque mañana se acabe’, le decía ella mientras acariciaba sus manos y juntos con los dedos ponían sinfonía a un amor insoslayable.

Era la Ava Gardner de la Ribera. De blanca piel y pelo negro, inteligente y con don de mando. Cuando miraba a su marido, bueno y trabajador, se decía a sí misma qué hacía ella con aquel pan sin sal. Ella, que era temida en la calle de cuan brava, ella, que no se andaba con medias tintas. Ella, que te llamaba merluzo y te razonaba por qué te llamaba merluzo.

El amor se le cruzó y lo dejó todo, a su marido, a su hijo, en busca de la libertad de la Buitrera, donde vivían bajo techos de plásticos y lonas. Allí había muchos vecinos que se dedicaban al pillaje y algunos afiladores, aunque la mayoría venían de Malpartida o de Arroyo con sus bicicletas y las ruedas que utilizaban para afilar cuchillos y tijeras.

25 años atrás resonaba la frase de ‘Los puentes de Madison’ en su corazón aniquilado: ‘¿Crees que lo que nos ha pasado le pasa a cualquiera, lo que sentimos el uno por el otro? Ahora puede decirse que no somos dos personas, sino una sola. Y algunas personas se pasan la vida buscando eso sin encontrarlo, otras ni siquiera creen que exista. ¿Vas a decirme que lo que vamos a hacer es lo correcto? ¿Vamos a perderlo?’. Ella lo abrazó por última vez allá de los rumores de la aurora.

Chopos junto al cauce del Marco. JOSE PEDRO JIMENEZ

Por la mañana, diluviaba en la Buitrera y él, asolado, la vio marchar, como Clint Eastwood contemplaba empapado a Meryl Streep junto a su camioneta cuando ella salía de la tienda. ‘Por un momento no sabía dónde me encontraba y durante un fugaz segundo se me cruzó por la mente que en realidad no me quería, que era fácil alejarse’.

Y se alejó. Corrió cerro abajo y volvió a casa lejos del amor y la pasión sacados de su contexto de prohibición, de brevedad, de ocultamiento. Pero había que conformarse con un marido afectuoso, que aunque no te entienda te quiere mucho. Regresó pensando que arreglarían su vida.

Quiso sin embargo el destino que primero muriera su hijo y luego lo hiciera su padre. Sus brazos quedaron vacíos. Imaginaba que su bebé seguía en la casa, que eterno se quedaría, que ella estaría hasta que terminara sus lecciones a la salida de la escuela, o que permanecería en la puerta latiendo su corazón mientras el de ella se detenía para siempre.

Abajo seguía el bullicio del Jamec, y el Avenida, que tenía cartel de Derecho de Admisión, con sus futbolines de Peluca, y muchos camareros, los más célebres fueron Montes y Ponce. El Avenida estaba al lado del Cine Norba, con sus famosos Jueves de Féminas, que por una entrada podían entrar a la sala un hombre y una mujer y por ello se montaban largas colas.

Recordaba los tiempos en los que acudía con su marido a aquel cine a ver ‘Muerte de un ruiseñor’ y ‘Ciudadano Kane’. La voz de su hijo diciéndole a la vuelta que de mayor sería Orson Welles y desentrañaría el misterio del magnate periodístico. ‘Pasó volando, había muchas rosas y era buena la vida todavía’.

Pero ya nada era como antes. Nunca sería como antes. Los chopos se mecían al viento y el estornino reposaba sobre el somier roído de besos que luego sirvió de cancilla en una huerta.

Y ella, a los pies del cine, pensaba en aquel amor profundo que todavía sentía por el hojalatero mientras en su memoria latía, como corolas abiertas, como un deseo invencible, la frase de ‘Los puentes de Madison’: ‘Lo diré una vez. No lo había dicho nunca. Pero esta clase de certeza solo se presenta una vez en la vida’.