La necesidad de adecentar el cauce del Marco con un gran paseo, la falta de comunicaciones que arrincona a Cáceres, la urgencia de un abastecimiento suficiente de agua potable, la conveniencia de liberar la muralla de construcciones anexas… Todas ellas son cuestiones prioritarias en un Cáceres que se asoma al año 2022, pero curiosamente coinciden con las grandes exigencias de 1922, es decir, cien años atrás. Un extraordinario informe del arquitecto Pedro García Faria, que había ejercido como ingeniero jefe del Ayuntamiento de Barcelona y que trazó un proyecto de alcantarillado para la capital cacereña, retrata hasta la médula aquella sociedad de 1922 que lamentablemente vivía hacinada y rodeada de miseria y enfermedades. El autor y sus coetáneos señalan incluso la principal causa de tantos males: el «conformismo».

Fue tal la impresión que la ciudad causó al arquitecto catalán, que, además de su primer objetivo de diseñar al detalle un saneamiento moderno, se embarcó en un estudio de 180 páginas donde también buscó soluciones al abastecimiento (propuso traer agua desde Montánchez), planteó un ensanche urbanizado para descongestionar el exceso de población, ideó rondas que aliviaran el tránsito imposible de carruajes en el centro, y lanzó propuestas para que Cáceres pudiera atraer «los millones de pesetas» del turismo. Como base de todo ello, estudió las durísimas condiciones de vida de los cacereños y las causas de la alta mortalidad.

Sus proyectos no se materializaron entonces, pero muchos se llevaron a cabo en décadas posteriores porque García Faria, ingeniero de caminos y arquitecto, fue un genio adelantado a su tiempo. Estos informes se integran en una memoria que custodia el Archivo Histórico Municipal de Cáceres con miles de datos y planos al detalle. Son, sobre todo, el espejo de un municipio que no compartía precisamente los ‘felices años 20’.

¿Por qué? Porque esta ciudad, que llevaba un siglo con el título de capital de provincia, comenzaba a quedarse rezagada del progreso que impulsaba la vieja Europa, donde proliferaban las obras de agua potable y alcantarillado. Y es que la higienización era prioridad desde que se había completado el estudio del ‘bacilus tiphosus’ y se había confirmado la causa del cólera en La India. España iba más lenta, enfrascada siempre en sus luchas políticas, o sea, fratricidas. Cáceres dormitaba en el oeste peninsular y además tenía un lastre: los ciudadanos vivían aglomerados en los arrabales del recinto amurallado y en el actual casco viejo (entre San Blas y San Antón, y desde el Paseo Alto a Concejo), «siendo una de las causas de su extraordinaria mortalidad».

Muertes infantiles evitables

Así lo cita García Faria en su estudio de 1922, que otorgaba 23.507 habitantes a la ciudad (último censo de 1920). Había 43 fallecimientos al año por cada mil habitantes (hoy son 14,4). Tantos óbitos superaban incluso a la natalidad de la época: 38 nacidos por mil habitantes (hoy 6,2). El arquitecto diseccionó las causas de las 522 defunciones de 1915: 78 se debieron directamente a diarreas y enteritis, además de otras causas también relacionadas con virus y bacterias.

Zona del Marco y Fuente Concejo en los años años 20.

Uno de cada cuatro muertos eran niños de hasta 1 año, «que no hubieran fallecido de ser mejor y más abundante el agua», recogía literalmente el informe. «Es triste ver cómo desaparece un enorme contingente de niños cuya vida podríamos conservar si Cáceres estuviera más higienizada», denunciaba. También influía la alimentación precaria: los bebés ingerían «sopas de pan cocidas con miel» e incluso «manteca de cerdo», y eso cuando había.

El arquitecto se centró en la «gravedad intensísima» y el «enorme» contagio de las enfermedades relacionadas con el agua deficiente, sobre todo la tifoidea, que tantos estragos originó en el mundo a principios de siglo. En 1922 ya se conocían todas las formas de fiebre tifoidea. En España morían cada año 5.000 afectados. Madrid y Barcelona llegaron a superar las cifras récord de Moscú y San Petersburgo. Y los enfermos que superaban el trance, seguía eliminando durante meses millones de bacilos por heces y orina. Frecuentaban lecherías, tiendas, mercados, talleres... Sin un alcantarillado en condiciones, el germen se reproducía a velocidad de vértigo.

"Familias enteras defecaban en las cuadras, un abono que llegaba al huerto, a las frutas y a las verduras"

Además, en pequeñas urbes como Cáceres, el inodoro era un objeto extraño. La familia entera acudía a la cuadra a juntar sus excrementos con los de las bestias, un «abono» o «paja fermentada» que formaba «montones hediondos» de estiércol, describe el arquitecto, y que más tarde se distribuían por los huertos, llegaban a las frutas y a las verduras, al Marco… Las enfermedades tíficas y la disentería no hacían más que propagarse en un círculo vicioso. Cáceres se había ganado «la triste nombradía de altamente insalubre», lamentaba el autor. Por entonces, Alemania ya había invertido 12 millones de pesetas en la construcción de 56.000 retretes.

Sin miedo al poder

Los intelectuales de la época no tenían miedo a represalias y señalaban a los políticos como culpables de la desidia. «Cáceres está en el primer puesto respecto a carecer de instinto de conservación, de vergüenza sanitaria, de ética administrativa», decía García Faria. «La más grande vergüenza de Cáceres, la mayor prueba de la apatía de los cacereños, de su mansedumbre suicida y de su quietismo indiferente y absurdo, es el problema de sus aguas», declaró el médico de Casar de Cáceres, el doctor Giménez Aguirre, en palabras recogidas por el arquitecto en su estudio, muy documentado.

«La más grande vergüenza de Cáceres, la mayor prueba de la apatía de los cacereños, de su mansedumbre suicida, es el problema de sus aguas»

Precisamente este médico había denunciado dentro de su memoria al concurso de la Real Academia de Medicina que en la provincia existían multitud de charcas para abrevaderos de animales, «donde también beben las personas», que eran «espléndidos y mortíferos sostenedores de paludismo», una enfermedad que se llevó a 459 cacereños en 1917.

En 1922 ya se sabía que la depuración del agua y unas buenas redes de abastecimiento evitaban el 70% de la fiebre tifoidea. Pero en Cáceres ni siquiera se analizaba: durante 60 meses se repitieron exactamente los mismos parámetros (una casualidad imposible) en los informes municipales. A ello hay que añadir que la capital solo tenía 4 plazas de médico (con 3.000 pesetas de dotación) y un hospital provincial construido 30 años atrás, «cuyo sostenimiento no se halla en relación con sus proporciones», desvelaba el arquitecto. También hacía alusión al hospicio de San Francisco, donde el paludismo campaba a sus anchas por los depósitos encharcados del Marco.

Fuentes contaminadas

Y es que Cáceres no tenía un caudal continuo de agua abundante. Bebía sobre todo de cinco fuentes: «Aguas Vivas, La Madrila, Jinche, Fuente Fría y Concejo», enumera el estudio. Las cuatro primeras eran fuentes de caño, finas y en principio potables, pero estaban «cargadas de bacterias». Aguas Vivas, La Madrila y Jinche se agotaban en mayo. Fuente Fría resistía un poco más. Allí se vendía a 0,20 pesetas el cántaro de unos 15 litros, e iban «las pobres mujeres a las 4 de la madrugada para tomar puesto en la cola, y subir luego con la pesada carga sobre la cabeza para entregar el agua en los pisos a las 8 de la mañana», relata García Faria.

La más importante, Fuente Concejo, surtía a dos tercios de Cáceres. Tenía buenos parámetros pero estaba contaminada por el mal uso. El agua que caía de los cántaros se pisoteaba y volvía a la fuente a través del terreno. También había filtraciones desde la ciudad al estar Concejo en una hondonada. «Por si fuese poco, pasa por delante un arroyo de lecho permeable (el Marco) que recoge detritus de tenerías, de unas fábricas de harina y electricidad, y de algunas bocas de desagüe de alcantarillado», decía el estudio.

Primeras tuberías

Por entonces Cáceres ya tenía algunas canalizaciones. Llegaban desde la mina de fosfato, a 3 kilómetros, y portaban el agua que se bombeaba de las galerías para que los mineros pudieran trabajar. Las tuberías desembocaban en puntos estratégicos donde el público acudía a llenar sus cántaros por unos céntimos. Algunas llegaban a las casas. Se cobraba el metro cúbico entre 1,5 y 5 pesetas (variaba para penalizar el consumo e impedir el derroche). Pero las máquinas se averiaban continuamente y además estas aguas carecían de los requisitos de potabilidad. «Químicamente son una lechada de cal diluida», advertía el arquitecto.

Plano general de la red de saneamiento de Cáceres planificada en 1922.

En verano, la ciudad se quedaba casi a secas. En 1921 no era posible darse un baño ni siquiera por prescripción facultativa, y los empleados de la estación plantearon una huelga «por no tener agua para las atenciones indispensables». Ya lo decía la Reseña Geográfica y Estadística de España: «En Castilla la Nueva, Extremadura y Andalucía, reina en el estío un clima verdaderamente africano».

Y así, más que aportar bienestar a los cacereños, el agua era portadora de tifoideas que también afectaban a las hortalizas de la Ribera del Marco, «un cauce de 4 kilómetros que recoge detritus, y además, por debajo del puente de Vadillo, desembarca en él el principal colector de alcantarillado de la ciudad con aguas cargadas de materias fecales». Un médico de Cáceres, el doctor Murillo, hizo unos experimentos con rábanos demostrando que el bacilo de la tifoidea se conservaba en ellos más de 30 días. Por eso García Faria pedía la creación de buenas redes de abastecimiento y saneamiento, «que si por milagro vivimos hasta ahora, de milagros no podemos seguir viviendo».

Sus proyectos calcularon todo hasta el mínimo detalle. Se basó en cifras de París, Madrid o Londres para determinar que Cáceres necesitaría 150 litros al día por habitante para consumo humano, aseo, retretes, limpieza, riegos, animales o motores de vapor de las industrias, y calculó la caída del agua suficiente desde la Sierra de Montánchez.

Residuos fecales por gravedad

Luego ideó una red de saneamiento que mejorara el primitivo alcantarillado. «El mayor peligro para la subsistencia del hombre lo constituyen las deyecciones propias», sentenció. Y aquí, las pendientes de Cáceres permitían canalizar los residuos con una energía constante y gratuita, la gravedad, ahorrando costosos métodos europeos como la presión por vacío. Proponía tuberías de sección circular y oval, de hasta 1,45 de altura, y dos colectores principales desde San Juan, uno por Camino Llano-San Francisco-Tenerías, otro por Alfonso XIII (Pintores)-Canterías-Villalobos, hasta sacar los focos de infección de la urbe.

Con agua y alcantarillado, Pedro García Faria consideraba que podía darse un tercer paso: «Hacer de Cáceres una de las poblaciones más dignas de ser visitadas de España, que no se debe olvidar que en Suiza, Francia o Italia los turistas dejan muchísimos millones de pesetas». Lo dicho, un adelantado. Ya por entonces, sin que se hubiera descubierto Maltravieso ni Santa Ana, intuyó que en Cáceres «debieron estacionarse los primitivos aborígenes» y pidió que se constituyera una Comisión de Monumentos, se crearan museos y se publicaran guías con todo lo digno de ver. Por supuesto abogó por considerar intramuros, la muralla y sus 11 torreones «como Monumento Nacional, análogamente a lo que se ha hecho en Ávila y Lugo, suprimiendo los adefesios que lo desnaturalizan», es decir, las casas adosadas a la muralla.

Una ciudad nueva

Pero una capital saneada y abierta al mundo también debía ser confortable para sus habitantes. Y ahí llegó el último gran proyecto de García Faria: organizar el crecimiento por el ensanche, que ya se extendía desde San Antón hacia la estación de ferrocarril de los Fratres. Con el parque de Cánovas creado en 1895, el Hospital Provincial en 1893 y las Hermanitas de los Pobres en 1885, la burguesía local comenzaba a levantar allí sus palacetes. El arquitecto catalán ideó manzanas cuadradas de 90 metros, fuentes, arboledas, paseos y juegos «para los niños, que carecen de sitio apropiado». Así se conseguiría «vigorizar» la población, «harta falta de ello como lo prueban las numerosísimas exenciones del servicio militar y la poca resistencia a las enfermedades».

Diseño del parque del Marco, que García Faria llamó ‘Hernán Cortés’.

Se atrevió incluso con el tráfico, por entonces mayoritariamente carruajes de caballos, porque los coches eran un lujo y en toda España solo había 11.052 en aquel año 1922. García Faria constató que nada más se permitía circular por la actual Pintores a determinadas horas debido a la elevada concentración de peatones. La alternativa era Moret, cuya curva y contracurva «hace inevitable los choques o topetazos contra las esquinas». Por ello planteó un gran eje central desde la estación de tren hasta la plaza Mayor, otro desde el Paseo Alto a Concejo, y tres vías de unión entre ambos. Además diseñó dos amplios parques que airearan Cáceres: uno en el Marco (con un lago de 2,5 hectáreas) y otro junto al Paseo Alto (a la postre, el Parque del Príncipe).

Finalizaba su informe reiterando que todas estas reformas eran «urgentes» si la capital cacereña no quería «correr el peligro de quedar rezagada respecto a otras poblaciones similares o de inferior categoría». Lo dicho, un auténtico visionario.