El viento abanica la copa de la higuera desnuda. Dio sus frutos en verano y saborea su letargo mirando al cielo. En la huerta de Lorenzo sangraron las granadas este otoño y hace semanas que los olivos regalaron toda la tierra en su rumor de cántaros gentiles. Ya están las berzas asomando en espera del buche que se cocinará para San Blas, cuando las cigüeñas anuncien febrero. Hay coles, rábanos, acelgas y espinacas que se mezclan entre plantas de guisantes que estallarán al llegar la primavera en espera de que el río de Cáceres siga su curso ya sin nieblas ni lloviznas.

Ella ha vuelto a la huerta de Lorenzo para recrear el soplo de alegría infantil en su recuerdo. A él se agarra como agarraron la azada sus antepasados entre la trilla y los tambores del horizonte hecho vértice. En estos mismos días del ayer recogieron la cosecha en los luceros claros para que el Día de Reyes no faltara de nada en la fresquera.

Mientras Lorenzo acaricia los pétalos, por la mente de ella pasea su madre, que en la víspera era como ese poema de Gabriela Mistral que visibiliza a las mujeres volcando las gamelas y los tiestos sobre el umbral empedernido, cuando en las bajeras de las camas se guardaban los siete juguetes de sus siete hijos envueltos en papel de estraza.

Aquella tarde y en hilera subían a la plaza a ver la cabalgata. El tío Antonio, que era municipal, les guardaba un lugar privilegiado en la primera fila. Un año, los del fondo empujaban a la chiquillería, y un policía armado los increpaba: «Échense atrás, échense atrás», pero seguían achuchando de tal manera que la boca de aquella niña acabó aplastada en el culo de la autoridad. Sintió cómo raspaba la tela fornida de color gris del abrigo en su rostro, atrapada entre el bullicio y el tapón humano del que pensó no escaparía. Apenas unos segundos, el agente se volvió y le arreó tal sopapo que casi le vuelve la cara. Pero la cola no se disolvió, y allí seguían todos, aplaudiendo, buscando su hueco para ver a los Reyes con las pelucas torcidas que saludaban a lomos de tres burros a su público fiel y entregado en el último suspiro de la Navidad.

Ni aquel tortazo ni aquellos bisoñés aminoraron la inocencia infantil, de manera que al llegar a las Tenerías, sobre el poyete colocaban el vaso de agua para que bebieran los camellos al paso del cortejo por la Ribera.

De mañana, muy temprano, amanecían los siete muchachos. Gritaban como gritaba el papel de estraza en ese festín de envoltorios partidos en añicos donde asomaban los humildes presentes. Ella abría con devoción el kit de tijeras, peines y uñas rojas postizas que había junto a la mesa camilla cumpliendo así su petición, porque de mayor quería ser peluquera. Tampoco faltaban las katiuskas, unas botas de agua que cuando te las calzabas siempre se resbalaba el calcetín y el borde acababa haciéndote herida en la pierna. La obsesión de los niños era subirse a aquellas gomas como trineos y correr en busca de los charcos del Marco en espera del milagro que aseguraba que sobre los borceguís nunca te mojarías los pies.

La Ribera y sus frutos. EL PERIÓDICO

Luego había que ir a casa de las primas, que como su tío tenía mayor poder adquisitivo, les regalaban la Mariquita Pérez y el caballito de cartón. En aquella casa olía a cojines, a puntillas, a bordados que conformaban un escenario en el que el jamelgo hacía vaivenes para alegría de los muchachos que equilibraban el estribo y la montura por encima de la grupa. Entonces, los tíos aparecían en la habitación con siete billetes con los que luego sus sobrinos comprarían ropa en las rebajas de Siro Gay, que tenía dos tiendas, una de confección y otra de menaje. La de menaje estaba por bajo de la Banca Sánchez y la de confección, más arriba

Como las primas recibían más regalos, los niños preguntaban, y la madre, de dulce templanza y voz melodiosa, respondía: «Es que nosotros somos más, y comemos más, y hay que pagar más libros y más cuadernos, y más gomas de borrar», susurraba igual que las sábanas con vainicas color lapislázuli que usaba para las cunas de los pequeños y que secaba al sol de la mañana de enero.

Los Reyes, habitualmente sabios en su periplo desde Oriente, traían juegos de mesa que harían más llevadero a la madre el tránsito que iba desde que los críos terminaban los deberes hasta que se ponía la cena cuando el padre regresaba del trabajo. El parchís, la oca en oca, y tiro porque me toca completaban las tardes en casa antes del ‘Un globo, dos globos, tres globos, la vida es un globo que se me escapó’.

Un año, pocos días después de la cabalgata, la Ribera se vistió de blanco. Hoy, en la huerta de Lorenzo rememora ella la mañana fría mientras cierra los ojos y recuerda el pasaje de la novelista Antonine Maillet: ‘La nieve posee ese secreto de volver a dar al corazón un soplo de alegría infantil que los años le han arrancado sin piedad’.