Sobre la hierba, el celeste del mantel cubierto de verduras y hortalizas. Al lado del cauce, la casa. Arriba, en el doblado, intactas pese al caer de los párpados siguen las vigas que sirvieron de despensa cerca de donde tenían las tórtolas sus nidos y el sol herido sus tejados y el bosque sus hojas y el mundo su yerba y su hojalata. Fuera, el bullicio de albañiles, tintoreros, silleros y picapedreros, aunque los reyes del laboreo de la Ribera siempre fueron los hortelanos.

Diciembre y enero eran meses de matanza en el Cáceres de la posguerra. Cerdos crecidos en los tinados a los que su tía Isabel echaba los desperdicios para criarlos rechonchos y rosados como orejas de gato. Todos terminaban siendo presos del ritual de la muerte. Zas. Un golpe contundente en la cabeza para atontarlo antes de meterle el matarife el cuchillo en la papada con la habilidad suficiente para no desgarrar el corazón entre el grito desesperado del cochino aferrándose infructuosamente a la vida bajo el zumbido del soplete.

Las tripas se lavaban en la fuente de la huerta de don Benigno, datada en 1734 y de la que aún asoma cristalino el manantial. Allí fregaban también los barreños, las artesas y los morteros para machacar el ajo. Luego, de vuelta al doblado, encendida esperaba la chimenea, con sus trébedes sobre las que se colocaban al fuego los peroles. En los extremos de las vigas había púas por decenas, clavadas de manera precisa para guardar la debida distancia. El desván tenía dos ventanas, una orientada al norte, la otra mirando al sur. Los vientos del norte secaban la chacina. En el suelo, una enorme losa donde la abuela escurría las patas del gorrino para desangrarlo y embadurnarlas seguidamente en sal concibiendo su efectiva curación.

Aquel lugar era el sitio perfecto para que circulara el aire de tal manera que los jamones se secaran. El abuelo vigilaba a diario que las moscas no los cagaran y todo el vecindario esperaba las nieblas de la Ribera para colgarlos de las traviesas que sujetaban el techo de colañas.

Del cerdo se aprovechaba todo. Las costillas se acompañaban con patatas criadas a orillas del río de la Madre. Les echaban el pimiento seco recogido en verano, que pendía en los clavos de los postes de la techumbre. Había cebollas cultivadas en primavera y cosechadas a finales de verano que tanto redituaban como guisos ocupaba el largo invierno.

Las aceitunas ya estaban endulzadas. Se les echaban ajos, tomillo salsero y laurel (glorioso y febeo) abonado en la tierra fértil sobre el que antes de su acopio se posaban las palomas melancólicas, como una lira.

No les faltaba el orégano, que si no se encontraba en alguna de las huertas, lo tenía la Pepa, así conocida la señora Josefa Esteban Vadillo, que vendía en Pintores y que había nacido en 1929 en Salvatierra de Santiago. Su puesto era esencia de pimpinela contra las inflamaciones, tomillo, altramuces, pistachos, manzanillas, jilgueros y cilantros para los potajes y escabeches recolectados por las manos duras de la tendera en el Cerro de la Buitrera.

Aquellas aceitunas se servían en tazones blancos y se comían en las meriendas con un cacho de pan o acompañando a las sopas de patata aderezadas con comino.

El cerdo seguía dispensando sus frutos como semilla fértil entre el follaje y la rama y de él salían los torreznos para las migas o para las patatas revolconas, que deseosas, sin reprimirse, eyaculaban entre el ajo desmenuzado con el palo del molcajete, el pimentón y la guindilla. Se daban una cogida que culminaba, íntima y estrecha, como un 'periodo refractario' en el plato Duralex, exhaustas del fuego lento y el aceite de los olivares gozosos ribereños.

En ocasiones el refrigerio de la tarde se decoraba con manteca roja y pimentón o con manteca blanca que se acicalaba con azúcar sobre el mendrugo, o con aceite y azúcar, a gusto del infante.

Su prima, en cambio, desayunaba agua con galletas que navegaban en el vaso rosa de aluminio cincelado y desembocaba en el estómago de la niña. Ella disfrutaba saboreando esa pasta de harina de trigo, huevo y mantequilla del ultramarinos de Paco Durán, que estaba en la plaza Mayor justo al lado de los Casares. Los domingos era día de churros, que se compraban en la churrería que Serapio Román tenía en la calle Cornudilla y eran un manjar.

Pozo del que sacaban agua para lavar las tripas. EL PERIÓDICO

El lunes las mujeres más humildes seguían ayudando a las que por posicionamiento social les resultaba sencillo hacer la matanza. Al terminar se llevaban el unto o la pringue, que consumían para los pucheros o para las papas viudas, cuyos otros ingredientes obtenían con las cartillas de racionamiento.

Sabia Ribera, hoy abandonada, pero dueña del viento que trajo la luz y el trillo, la bienaventuranza, la hierba, la cebada y la carne del desván de una casa que no quiere rendirse a la desmemoria