Cuando 3x7 no eran 21, cuando el humo era azul y verde el palo, zumbaba la colmena y por las rendijas del postigo se colaba la luz mientras las natillas burbujeaban en la olla misericordiosa de la Ribera. Hoy es pálido el recuerdo del recetario de su madre, pero todavía su memoria puede dibujarlo: de pasta gris moteada, era un cuaderno de aquellos que se utilizaban para la contabilidad, con hojas divididas en dos líneas perpendiculares de color rojo y otras dos horizontales de color azul, que ella encontró en el rincón de la alacena y reconvirtió en su particular bote de las esencias.
Aquel librito era un festín, como esos que Emilia Pardo Bazán relataba en ‘Los pazos de Ulloa’: la monumental sopa de pan rehogada en grasa, que se comía en silencio, «jugando bien las quijadas»; la cocina como una forma de liberación para las mujeres porque sistematizando las tareas a través de sus recetas facilitaba la labor de las trabajadoras y las dotaba de mayor eficiencia. Fue un grito desgarrado cuando aún nadie hablaba de feminismo en este país.
El prontuario de su madre era también el despertar del tarrito en el que se hacían realidad todo tipo de milagros pues tocaban tiempos en los que al pobre no le llegaba el monago y se preparaban gachas y ensaladas de escarolas y repollos. El doblado era la gran despensa del hogar. En los clavos de sus vigas se colgaban como cristos los orejones: tiras largas de albarillos cortados y luego secados que servían para toda la temporada.
Había tomates igualmente secos por el sol sobre una bandeja cubierta con un paño para que los mosquitos no los devoraban. El escenario lo cerraban las uvas pasas, los pimientos rojos, aquí llamados chorizones, y las patatas amontonadas en los serones como senos de sirenas y redondas caracolas.
En Navidad, con la pringue se preparaban chicharrones, empanadas de pascua y mantecados. Con la leche de vaca se preparaban las magdalenas, dispuestas en grandes barreños que se llevaban a cocer al horno de la Romualda, que estaba en Las Canterías en un edificio que en su origen fue el Teatro Principal, el primero que tuvo la capital cacereña en el siglo XIX y que a día de hoy continúa en estado de deplorable abandono.
Romualda era una mujer bajita y muy agradable que además tenía un ultramarinos. En la década de los 40 allí te vendían una peseta de café y hacían churros cada mañana. El negocio lo llevaron luego Andrés, uno de sus nietos, y su mujer, Martina. La víspera de San Blas se pasaban la noche haciendo roscas y las hacían por miles.
Más arriba, al final de la calle Caleros, había otra tahona con un mostrador de madera ennegrecida y una puertecita por la que los dependientes entraban y salían. En Fuente Rocha los abuelos tuvieron igualmente una panadería, de la que luego se encargó la familia de los Rasero; a cambio los octogenerios disponían de pan a diario, que metían en tinajas y duraba tierno mucho tiempo.
La pesca era otro de los productos que llevar a la mesa. Se compraba en el mercado del Foro de los Balbos y después en el de Obispo Galarza. Vendían merluzas y corvinas, casi siempre traídas de Galicia, aunque lo que triunfaban, además de los arenques, eran las sardinas saladas, apelmazadas en cajas redondas de madera que parecían una noria de ojos blancos, colas rubias, esqueletos de raspas y escamas grandes y delgadas como bolas frías de nácar sin vida fuera de los océanos lejanos.
Cuando llegaban los cumpleaños de los pequeños, la madre salía de las Tenerías y enfilaba hacia Donoso Cortés, donde estaba Lyria, la famosa pastelería de Pastor, primo hermano de Jacinta y en la que trabajó de siempre como empleada María. En Lyria se hacían bambas, trabucos (que son bizcochitos de crema suave enrollados y espolvoreados en coco), riquísimas raspaduras y deliciosos polos de mantecado y coco.
Pastor era un forofo de los toros. Cuando toreaba Curro siempre subía a casa de la familia Corrales a ver la faena por televisión. Si por el balcón veía llegar a algún cliente, decía el bueno de Pastor: «Se espere usted un momentino, que ya va a matar Curro», y el cliente esperaba paciente a que el señor Pastor terminara de ver la hazaña del faraón de Camas.
Era Lyria una pastelería con mucho encanto, con un escaparate pequeñito, un mostrador, tres sillas bajas de formica, una trastienda... un edén dulce cuyas delicias salían del horno que Pastor tenía por la Clavellina, antes de que se hiciera la Caja de Ahorros.
Entonces ella no se daba cuenta del ‘tempus fugit’ de Virgilio, pero el tiempo huía y ahora trata de atraparlo en su memoria, como evoca lejanas las páginas de un recetario mientras coloca los dulces a la vera del río de Cáceres en la fría mañana del sábado de enero para tratar de retener el fugado minutero.