Los niños jugaban a policías y ladrones en las tardes gélidas de enero cuando el invierno pisoteaba la tierra, cuando a punto estaba de brotar febrero y apuntaban al cielo los lirios y el campo era un manto verde de margaritas silvestres amarillas y los almendros ya estaban cuajados de flores implorando entretanto las hojas secas de los robles la llegada de la primavera. En aquellos juegos infantiles los muchachos y muchachas con sus abrigos asomaban la moquera en el bigote y los sabañones en las orejas mientras daban vueltas y vueltas en su papel de héroes o villanos y terminaban en la plaza después de correr de un lado a otro de la Ribera, desde la Ronda de Vadillo a la Fuente del Concejo.

Apretaba el termómetro bajo cero que había a las puertas de la farmacia y que medía los grados de la calle. En la casa, una bombona de camping gas calentaba la sala pero era inevitable que los pequeños cayeran enfermos aunque la abuelas se afanaran en tricotar bufandas que terminaban perdidas o enganchadas en la rama de una higuera que ya brotaba tímidamente a los pies del río de Cáceres pensando en la venida del próximo verano.

Presos de la gripe o la tosferina el médico siempre decía que había tres días de subida y tres de bajada de la fiebre y que lo mejor era encamar a los infantes. La madre se convertía entonces en la mejor curandera, metía a los chiquillos en el catre y se centraba por entero en ellos.

Del recetario de la matriarca salían enseguida los mejores prospectos para matar el virus. A la hora de la comida preparaba sopas de ajos, azules, encendidos, de fragancia en abundancia y cabezas en forma de arrecifes, que depuraban el estómago y ayudaban a eliminar las toxinas.

En la cocina, sobre el mármol ya estaban dispuestos los aperos: rebanadas de pan del día anterior, los dientes de ajo, los huevos, el agua, el aceite, la sal, el pimentón que traían desde La Vera al mercado del Foro de los Balbos, y trocitos de jamón que se aprovechaban de la matanza.

A fuego lento, con la cuchara cuenca que atrapaba la mano por el palo, encontraba ésta el camino de la cazuela de barro por la que humeante salía el remedio casero que apaciguaría el malestar de sus polluelos.

Como de la comida siempre sobraban ingredientes, en la merienda era fácil que llegara pan con jamón o leche con delicados trabucos de coco. Dos días en la cama y al tercero los párvulos ya habían resucitado, de manera que a la mañana siguiente estaban con la paga en el bolsillo camino de La Estila en busca de las raspaduras, que se comían tras salir de catequesis o en las películas del cine del obispo, que tenía los bancos corridos y donde repetían una y otra vez la cinta de ‘Marcelino pan y vino’. 

Las raspaduras eran los trocitos de hojaldre que se desprendían de las milhojas, las almendras y los piñones que recubrían las tartas, la cobertura de chocolate de los petisús o las rodajas de plátano de las bananas. La Estila era el templo cacereño de la raspadura por excelencia. Estaba en Moret y era una pastelería pequeñita, alargada, con sus sillas y varias mesas de color azul. Allí también se vendían vasos de leche y riquísimos pasteles. Si tardabas mucho en terminar tu consumición, la señora Estila, una mujer ya de pelo blanco, te decía: ‘Venga hijo, espabila, que hay cola’.

El Marco entre zarzas. JOSE PEDRO JIMENEZ

Las raspaduras te las daban en un capirucho de papel de estraza listas para ser devoradas. De vuelta a casa, por Las Tenerías ya olía a natillas caseras. Entonces volvía el recetario a la mesa del mantel de verdes manzanas: por un lado, las yemas de los huevos cogidos de los tibios nidos que se disolvían en la harina. Por otro, la leche cocida que se añadía a la mezcla de la fécula, eso sí, no muy caliente para que no se apelmazara. Lo último era batir las claras que a cucharadas se vertían sobre el lácteo y formaban una nube a la que, a escondidas, los churumbeles trataban de meter el dedito aunque muchas veces desistían porque aquello era como un iceberg.

Entretanto, el padre acudía al Bar Maleno, que estaba muy cerca de Calzados Marta, Figueroa, El Siglo, Lámparas Civantos y Plásticos Gima, que fueron de los primeros en traer a la ciudad las flores de plástico de colores y los tupperwares. Luego acudía al quiosco que había junto a San Juan para validar el boleto de la quiniela. En la parte superior de ese boleto los del quiosco ponían un sello alargado de tres cuerpos, uno de los cuerpos lo cortaban y se lo quedaba el apostante, el otro se lo llevaba el revisor y el tercero pasaba a control.

En el comedor, la bombilla anunciaba la noche en la Ribera y la madre, ya tranquila, secaba con mimo la fuente de las natillas y la colocaba en el platero de madera mientras su rebaño dormía. Ella había vuelto a ser la que curó sus virus y les pintó la sonrisa. Hoy, el Marco espera entre zarzas. Cuentan que una inversión millonaria recompondrá sus cicatrices abiertas y devolverá el verde tatuaje a las estrellas