El coche del tío Joselín tenía en el salpicadero un perro de esos que llevan un muelle y mueven la cabeza. Se parecía a aquellos dálmatas hechos de plástico y recubiertos de peluche que generalmente venían de Alemania y luego se comercializaban en España. Cuando llegaba la romería de San Blas montaba a todos en el automóvil, iban como siete u ocho, y el perro detrás, dando cabezazos de un lado a otro entre tanto frenazo y acelerón. Pero el viaje desde las Tenerías Altas siempre merecía la pena.

Joselín era uno de los afortunados de Cáceres porque su coche tenía un radiocasete que se tragaba las cintas que se compraban en la gasolinera de Mirat, situada en Virgen de Guadalupe en los años en que esta avenida no era más que un terraplén donde jugaban los muchachos a las resbaladeras con los guardabarros de los Saurer e Hispano Suizos que se reparaban en Mirat, propiedad de una familia que disponía de taller y gasolinera, negocio éste que primero fue del señor Chispa, que además regentaba otro taller mecánico en la avenida de Portugal. Al lado de la gasolinera hubo un chalet muy bonito del señor Guillén, que fumaba en pipa y trabajaba en una gestoría de las Casas Baratas.

Joselín siempre ponía la cinta de María Dolores Pradera y elevaba el tono cuando tarareaba el ‘Déjame que te cuente, limeño, déjame que te diga la gloria del ensueño que evoca la memoria, del viejo puente, del río y la alameda’. Al llegar a San Blas, el tropel de muchachos de la familia del tío Joselín bajaba arrebatadamente con la canción a medias y lo hacía en tumulto de empujones, collejas, zancadillas, tirones de orejas y carcajadas. Era entonces costumbre que los del barrio vendieran ‘los papelines’ en bolsitas que se metían en cestos de mimbre. Estaban hechos de charol, seda y celofán y, al abrirlos, los zagales los lanzaban al cielo. Una nube de colores terminaba descargando sobre el suelo, convertido en alfombra de arcoíris.

La madre de los pequeños no faltaba a la fiesta. Era la primera en acudir a la ermita en busca de las roscas de anís, que repartía entre sus criaturas y que agarraban el pan mientras paseo arriba, paseo abajo, se apagaba el crepúsculo. Su tía era la encargada de comprar los cordones, que decían que había que atárselos al cuello porque así San Blas cuidaría para siempre de tu garganta.

A las niñas las vestían con faldas de paño que llevaban flores bordadas, camisa blanca y pañuelo en la cabeza. A los niños, de pastores. Como ellas eran cuatro hermanas, no podían emplear tanto dinero en trajes, de manera que la madre, siempre peinada ese día de peluquería, les ponía el abrigo gris del colegio y luego Caldera les hacía una foto, sosteniendo fuerte la rosca entre los dedos para dejar retratado el momento.

Santiago Caldera fue uno de los fotógrafos más reconocidos de la ciudad. Primero ejerció de zapatero y hasta repartió novelas por entregas, pero su gran pasión fue siempre la fotografía. Este trabajador incansable, casado con Petra González y padre de 13 hijos, no tardaría en convertirse en toda una institución en la ciudad.

Las tradicionales roscas de San Blas. Mediterraneo

Estaba en todas partes, al principio con su caballo de madera que hizo popular el dicho de ‘Eres más famoso que el caballo de Caldera, que no come pero da de comer’. Y después con el Bambi, un muñeco que colocaba en Cánovas, que utilizaba para los montajes y que también se llevaba a San Blas. Caldera inmortalizó a cientos de niños, a los soldados que se licenciaban y a las parejas de novios que se casaban. Supo, indudablemente, llegar al corazón de la gente.

Terminada la sesión fotográfica, las pequeñas veían cómo las niñas de familias con parné aparecían en la romería con su refajo de montehermoseña, entre ellas su prima, que tenía una madre muy dada a las labores. No le faltaban las enaguas y los pololos que terminaban en una puntilla y una cinta roja que se ajustaba a la pierna. La faltriquera la colocaban debajo del mandil de raso, en blanco y negro, igualmente bordado y rodeado de blondas. Para abrigar, el jubón negro de pana terminado en encaje blanco, y medias gordas de ganchillo con borlones y zapatos de medio tacón. Muchas de ellas llevaban un moño con teja o alfileres dorados o un gorro de Montehermoso con espejitos y pendientes de filigrana y gargantilla. Todas las familias deseaban tener ese traje, que pasaba de madres a hijas de generación en generación y que se guardaba como un tesoro en los baúles.

 Entre el bullicio de la canción del Redoble, que sonaba a modo de himno en la avenida de San Blas, Joselín, al apagarse el ocaso, tomaba de nuevo el coche atravesando el cauce rumbo a la Ribera porque había que celebrar su cumpleaños. Entretanto María Dolores Pradera acomodaba sus ‘jazmines en el pelo’ y sus ‘rosas en la cara’, demostrando que ‘airosa caminaba la flor de la canela’. Los pequeños echaban una ligera cabezada sobre el asiento trasero de escay donde se apelotonaban exhaustos del bullicio de la romería. Hoy, de nuestra mochila asoma el primer artículo con el que hace un año se inició esta serie en el periódico. Se titulaba ‘Salvemos la Ribera’. Desde entonces el río de Cáceres, entre letras y tinta, sigue su curso del puente a la alameda.