Un viaje a las actas de sesiones del ayuntamiento durante los siglos XIX y XX ya exponen la necesidad del arreglo de Fuente Fría y de la premura en incrementar su escaso caudal. Pasan los años pero no hay nada nuevo bajo este sol de febrero en el que es uno de los manantiales referenciales del río de Cáceres. Mientras paseamos por el entorno vuelve a asomar la canción de ‘Lágrimas negras’ en nuestro auricular derecho en su primera estrofa: ‘Y aunque tú me has echado en el abandono y aunque tú has matado mis ilusiones, en vez de maldecirte con justo encono en mis sueños te colmo de bendiciones’.

Es lo que tienen aquellos que se sienten cacereños de pro, que aman la Ribera como legado social. Les pasa lo mismo a los que han leído algo de historia y son conscientes de que el origen de la ciudad está en este manantial y que por eso es necesario protegerlo. Es desolador recorrer el camino que va a Fuente Fría; contemplar, justo detrás de la clínica San Francisco, delante de las pistas polideportivas, los escombros de un antiguo molino de los 25 que escoltaron el cauce. Edificios luego reconvertidos y ahora abandonados, donde también hubo casas de recreo de familias cacereñas de las que hoy no queda ni rastro. Fue el último en activo que se mantuvo en funcionamiento hasta los años 50. Dicen que aún conserva el cubo, cegado por la maleza, y un tramo de la acequia que salvaba la calleja de la Mansaborá mediante un arco carpanel de ladrillo que lamentablemente fue derribado en 1998.

Contemplar el viejo molino es ver la muerte con su guadaña, es ver el suelo, la rosa apagada, la higuera desecha, el cielo gris, la tierra implorando una caricia, el hueco callado. Poner los ojos en sus techos vencidos es como leer un poema de Ángel González: ‘De su pasaje lento y doloroso, de su huida hasta el fin, sobreviviendo naufragios, aferrándose al último suspiro de los muertos (...), un escombro tenaz, que se resiste a su ruina, que lucha contra el viento, que avanza por caminos que no llevan a ningún sitio. El éxito de todos los fracasos. La enloquecida fuerza del desaliento’.

Las aguas de Fuente Fría se han usado para el consumo en las casas de cientos de hogares cacereños, son buenas contra los cálculos de riñón y para cocer los garbanzos. La historia escrita habla de millones de agravios cometidos contra Fuente Fría, con un cartel que se aparece al caminante lleno de pintadas. El entorno está rodeado de barro, de un cauce ahogado entre matorrales, mascarillas, botellas y plásticos. Parece hasta un milagro que los juncos asomen airosos de este vertedero.

Hoy, en tiempos de sequía, cuando imploramos como imploraba Pablo Guerrero en su canción que lloviera a cántaros, conviene recordar que si algún día descarga en abundancia la suciedad y las tierras arrastrarán tanta saña que terminarán desmoronando los taludes, espantando a las aves, a los cangrejos, a las nutrias.

Alrededores de Fuente Fría. MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ

En su origen, Fuente Fría tuvo eucaliptos que daban sombra a los vecinos de San Francisco mientras esperaban que sus cántaros se llenaran. Un día, alguien llegó y acabó con ellos. Los de arriba, callaron.

Sí hubo un tiempo en que aquel entorno fue limpio, cuando los niños jugaban a los bolindres y a la billorda, en aquel extensísimo barrio que presidía el puente de San Francisco, aún fuera de las garras inmisericordes de las políticas urbanísticas que tanto han transformado el que fue uno de los rincones más románticos y con más encanto de Cáceres.

La pasarela tenía varios pilones (uno de ellos está en el Foro de los Balbos). A su lado, el Fielato, y bajo sus ojos carromatos y autobuses que atravesaban ese puente grande, bellísimo, donde los niños levantaban improvisados campos de fútbol y los cacereños paseaban al caer la tarde.

Adiós, Leandro

Mientras recorremos Fuente Fría, Pilar lamenta que su tío Leandro no le llevará este año los tomates de la huerta a su chiringuito del Paseo Alto. Pilar llora, como ha llorado esta semana la Ribera entera la muerte de Leandro Galán. Otro hijo de la Ribera que se nos va. Tenía 80 años, pero su adiós ha sido tan de un día para otro que su marcha ha dejado a todos con el alma rota.

La otra mañana estaba en el puesto que su hija, Gema, tiene en el mercado de la Ronda en Cáceres, al que acudía puntual cada jornada. «Quiero patatas», le decía la clientela a Gema y enseguida él aconsejaba: «Estas son las mejores, las del Marco, igual que los pimientos y los tomates». Y sonreía con esa amabilidad y dulzura que le caracterizaba, con ese semblante de hombre bueno, íntegro y trabajador con el que se ganó el respeto de todos.

Leandro Galán era hijo del Marco, de una saga que arranca con Sandalia Vergel, casada con Isidoro Galán, y que ha dado brillo a la cosecha. Gentes que han cuidado sus huertas, la tierra poderosa que dio de comer a Cáceres. Hoy llenamos los carros en los hipermercados mientras dejamos morir a la Ribera.

Aún quedan algunos románticos que pasean Fuente Fría, que añoran su pasado bajo los caños por los que corría la transparente esencia de la vida y que reclaman que se construya el futuro de Cáceres alrededor del terruño que languidece entre la furia de las fieras. ‘Tú me quieres dejar. Yo no quiero sufrir. Contigo me voy mi santa, aunque me cueste morir’.