«Muchas gracias a bomberos, sanitarios y policías, pero los verdaderos ángeles fueron esos vecinos maravillosos que tenemos, por su forma tan rápida de actuar. Muchas gracias de todo corazón. Sin vuestra intervención, mis padres hoy no estarían aquí». Son las palabras de Toñi Pozo a través de Facebook, dirigidas al vecindario del barrio de Santa Lucía (Aldea Moret), especialmente de la calle Navalmoral de la Mata de Cáceres. Allí, un incendio pudo acabar el lunes con la vida de sus padres. Luisa Plata se la jugó para sacarles de la casa cuando el humo ya era asfixiante, ayudada por Antonio, Montaña, Bibi, Maruqui y Teodori. El señor Juan, de 92 años, y la señora María, de 90, pueden contarlo gracias a ellos.

Luisa Plata Palomino tiene aún las yemas de los dedos dolidas por el fuego y estuvo dos días con los bronquios afectados. No lo dice ella. Lo dice su entorno. Luisa, de 57 años, nacida en Aldea Moret, no le da mayor importancia porque asegura que hizo «lo que había que hacer». En el barrio la vecindad se entiende de otra manera. Quien vive al lado, forma parte de la propia familia. No se ocultan los problemas: se cuentan y se comparten. Y la ayuda no se pide, se ofrece.

Así ocurrió el lunes. Viuda de forma prematura, la gran ilusión de Luisa es ahora la pequeña de sus nietas, Lucía, de apenas dos meses. «Y como lleva el nombre de la patrona del barrio, por ella se hizo un milagro», relata. Fue pasadas las cuatro de la tarde cuando Luisa salió a la calle, donde había tendido al sol la ropa de la niña. «Me olió a quemado y pensé que eran las estufas que aquí se encienden en invierno. Pero luego me dio por mirar hacia la calle y vi en la puerta del Señor Juan una tela ardiendo tirada en la puerta. Me acerqué. Parecía un pantalón».

Lo que ocurría era que el matrimonio, de avanzada edad (sus familiares acuden continuamente pero en ese momento estaban solos), había dejado caer el pantalón en el brasero. Asustado, el señor Juan lo sacó a la calle para que se apagara solo, volvió a entrar en el comedor y se sentó junto a la señora María cerrando las puertas de la vivienda y del salón, sin percatarse de que otras prendas habían caído también al brasero. «No me gustó aquello ardiendo y decidí abrí la puerta. Entonces me tiró hacia atrás el humo», relata Luisa. «No se veía nada, les llamé desde el pasillo y le di una patada a la puerta del comedor. Vi que estaban asfixiándose, no se daban cuenta. Había ya un cojín prendido junto al señor Juan. Menos mal que la ventana estaba entornada».

Luisa, que es asmática y diabética, trató de cubrirse hasta los ojos con su jersey de cuello vuelto. Quiso la suerte que en ese momento pasara su hijo, Antonio, paseando a su nieta. «Me oyó pedir auxilio porque se asfixiaban, y vinieron ya corriendo otros vecinos como Montaña, Teodori, Bibi y Maruqui. Los sacamos casi a rastras como pudimos». De hecho, los ancianos se marearon, necesitaron oxígeno en la calle y asistencia hospitalaria hasta la noche. Los vecinos trataron de sofocar el fuego a cubos, hasta que llegaron bomberos y policías. «Respondieron rápido al aviso», afirman.

La hija del matrimonio, que ese mismo día estaba en el hospital por una urgencia familiar, quiere dejar constancia «de las buenas acciones» de los vecinos. «Pusieron sus vidas en peligro por mis padres, y esto es lo más que se puede hacer. Gracias a eso se salvaron», explica emocionada. Mientras, ellos sostienen que simplemente hicieron lo «normal». Puede que lo normal en un barrio. Un barrio donde cada vecino todavía tiene nombre y apellido