Concejo es un improperio más de la retahíla que acumula el diccionario natural de la Ribera. La injuria continúa pasado el puente de San Francisco, en la calle Mira al Río, donde estuvo ubicada hasta su derribo en 1964 la ermita de San Marcos, patrón del reino de León. En ella, según la tradición, se ofició la primera misa en Cáceres una vez que los cristianos conquistaron la ciudad árabe el 23 de abril de 1229, festividad de San Jorge. En lugar de sus muros, una placa recuerda la afrenta irreparable que supone destruir la historia de un plumazo.

A un paso de allí asoma Concejo, la fuente más tradicional de Cáceres, ahora anegada de agua por un mal endémicamente histórico de filtraciones del Marco que nadie parece capaz de resolver. Sobre ella, un pequeño parque se acondicionó en lo que antes fue uno de los 25 molinos que tuvo la Ribera, la mayoría de ellos destinados a la fabricación de harina de cereales. Hoy se muestran al caminante abandonados o en ruinas o simplemente han muerto.

 El de Concejo, en la margen derecha de la Ribera y por encima, aguas arriba, de ese parque, estuvo arrendado a un molinero apellidado Hurtado y también pereció. Su canal procedía del Museo Pedrilla, en la huerta que fue de la familia Blanco, donde hay unos estanques después de la pesquera y un pozo. La pesquera quedó echa añicos al realizarse el encauzamiento de la Ribera y meter los dos tubos de saneamiento en los años 70. En el pozo se encontró una vasija de mármol, probablemente de época romana, según el testimonio dado por Milagros Blanco, ya fallecida y que fue miembro de la Plataforma Salvemos la Ribera. Blanco fue una ribereña que nos enseñó con mucha humildad que hay que cuidar, limpiar y mantener la Ribera. Abrió a Cáceres su huerto, lleno de naranjos, cuidó de sus vecinos, de los animales y supo reclamar las injusticias que se cometían en el río cacereño ante el ayuntamiento y la Confederación Hidrográfico del Tajo. Maestra de habilitación nacional, recordaba con gran cariño su paso por la Liébana, pero volvió a la casa de su familia y a su huerto para mantener el legado de su padre, que tuvo bodega de las de antes en la calle Empedrada, hoy General Ezponda.

Mirando a Concejo, en la acera de la derecha según se baja de Mira al Río, hay unas casas seguramente construidas en torno a 1875. Una de ellas, la de la esquina, agoniza pese a su estratégica posición, justo pegando al cauce. Construida a base de arcos, todo apunta a que en su interior debe conservar alguna bóveda, aunque su exterior es un cúmulo de pintadas. Viéndola así, los nostálgicos imaginan un pasado de vida entre sus muros cuando el río de Cáceres era alegría de hortelanos, bullicio de niños y sustento de decenas de familias.

De frente, Fuente Concejo, mandada construir por Alfonso Golfín en el siglo XV. Cuentan que su agua era de gran calidad y su caudal, muy abundante; tanto que abasteció a la mitad de la población y que era costumbre que los cacereños acudieran a beber y las lavanderas, procedentes de Caleros con sus cántaros en la cabeza, utilizaran su lavaderos.

Casa junto al cauce. MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ

Precisamente entre Caleros y las Tenerías vivía una joven de la que todos hablaban entre dientes porque fumaba, escupía, llevaba pantalones por debajo de los sobacos y el pelo muy corto. A sus espaldas la llamaban ‘la machunga’ mientras ella trataba de sobrevivir en ese mundo hostil que la invisibilizaba y discriminaba doblemente por su género y por su orientación sexual.

La murmuración

En el barrio murmuraban porque siempre la veían en Concejo junto a su amiga, delicada, sutil y de larga melena. A escondidas acudían al paseo vespertino y, al caer la noche, siempre encontraban refugio en el molino. Allí, entre besos y caricias, recobraba todo su sentido el poema ‘Bitácora’ que escribió Cristina Peri Rossi: ‘No conoce el arte de la navegación quien no ha bogado en el vientre de una mujer, remado en ella, naufragado y sobrevivido en una de sus playas’.

Esa playa desnuda del río de Cáceres modelaba al anochecer la silueta empastada de las enamoradas, ‘en las horas en las que se olvida por completo el nombre del mes y del día y solo queda hueco para el deseo’ bajo el cielo cobalto.

Pero todo se truncó cuando el guardia armado vio a su cándida sobrina en brazos de otra, a la que amenazó de muerte si volvía a ponerle una mano encima. Para ella ya no hubo nicotina suficiente con la que calmar su tristeza, ni escupitajos que curaran la herida infringida.

Al llegar a casa, la otra joven se rapó. Cuando el padre la vio salir del cuarto, desnuda y sin corona, la abofeteó de tal manera que tardó varios días en recomponer el rostro. Jamás volvió a recuperar la candidez. Seis meses después el patriarca levantó el castigo. Volvieron a encontrarse; se miraron y sellaron el final de su romance.

El auricular derecho que asoma a esta hora de la mochila reproduce la canción como un hechizo: ‘Hace ya algún tiempo que vivo sin ti, y aún no me acostumbro, ¿por qué voy a mentir? Juntas acordamos mejor separarnos. Hoy sé que no puedo seguir así. Intenté olvidarte y no lo conseguí, llena de recuerdos, todos hablan de ti. La casa vacía, ni luz ni alegría, estoy muerta en vida si no estás aquí. Dime que sientes lo mismo que yo, dime que me quieres, dímelo... Cuando zarpa el amor, navega a ciegas, es quien lleva el timón. Y cuando sube la marea al corazón, sabe que el viento sopla a su favor. No podemos hacer nada por cambiar el rumbo que marcó para las dos’.

Y así fue: el barco hundido en mitad de la marea, el cuaderno de bitácora hecho trizas, la casa de las Tenerías vacía, ni luz ni alegría. Muertas en vida, pero muertas, como el molino de Concejo, como la fuente anegada por la catástrofe inmisericorde del amor prohibido.