En las inmediaciones de la Fuente del Rey el cauce es como un secarral entre sollozos. Y eso que brotan las ramas como una ofrenda: humildes, perdidas, silenciosas, dejando entrar la primavera. Al sureste de la ciudad, en el límite del Calerizo, estuvo cercada por un muro de mampostería levantado en el siglo XVI y disponía de un pilón hoy desaparecido. En su origen, sus aguas, de abundante caudal, regaron una legua de huertas hasta desembocar en el Guadiloba. Era un raudal admirable, que se hacía inagotable, que movía molinos, servía a tintes, batanes, tenerías y era punto de encuentro de las lavanderas.

Parece no haber culpables de tanto abandono porque hay una culpabilidad grupal, de una ciudad en su conjunto que de pronto un día dio la espalda a sus orígenes, aunque estuvieran regados de flores nuevas en un universo sin fin que pereció en el tumulto ingrato del olvido.

Pese a todo, el paseo en dirección a la ronda este se convierte en una bendición de la naturaleza, pues la Ribera se resiste a morir. De fondo, el Espacio de la Creación Joven, objeto de una profunda rehabilitación de lo que fue el antiguo molino de aceite y su almazara, ejemplo de lo que debería ser la reconstrucción del Marco. En sus cercanías, la pared derruida de una finca, alambradas, basura, matojos, una confusión de espesura por donde no hay gota de agua o, si la hay, está escondida por las zarzas y las ortigas que amenazan con sus afilados pinchos como puntas de navaja.

En los mojones de cantería que tuvo la fuente del Rey, la mujer viuda tejía las relaciones amorosas de su única criatura. Ejercía de Celestina y consiguió para ella al joven que antes se había fijado en una de las hijas de la boticaria. Pero ya era tarde. Se casaron y desde el principio aquel matrimonio estuvo condenado al fracaso. Él falleció joven después de haber tenido ella cinco hijos; dos murieron. La última vez parió a una niña. Siempre soñó con que su pequeña tuviera un buen casamiento, pero el destino pareciera haberse zafado desde el origen en aquella familia y el futuro les fue adverso.

Se casó, pero lo hizo embarazada de un hombre que le llevaba cuatro años. Él acababa de llegar de la mili, se quedaron prendados el uno por el otro. Al preñarse, los sueños de su madre se derrumbaron porque su hija nunca se casaría de blanco. El marido tardó poco en aficionarse a la bebida. Ella resistió. Aprendió a hacer ganchillo y pasaba por las tiendas fijándose en las chaquetitas y los jerseys de los escaparates. Luego compraba la lana y así aperaba el invierno de su cuadrilla de chiquillos, a los que adoraba y por los que entregó su vida y su gloria entre la huerta, la casa y la cocina a los pies de la Ribera.

Puente con la pintada ‘Río seco’. MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ

En la hucha siempre reservaba para acudir a la peluquería de los Hermanos Blanco cuando llegaba el Corpus o bajaba la Montaña. Ese negocio fue fruto del trabajo de Otilia Blanco, conocida por todos como Chiqui. Su madre se llamaba Serapia y procedía del Casar. Su padre, Adrián, fue uno de los ebanistas más reputados de la ciudad. En la guerra y la posguerra llegó a tener en su carpintería de Diego María Crehuet hasta 40 oficiales.

Otilia fue a las Carmelitas. Tras la comunión dejó el cole: le diagnosticaron un tumor blanco en una pierna y pasó su niñez entre escayolas y operaciones en Madrid. Sin embargo, fue todo superación y trabajó durante 47 años.

En casa de los Blanco eran, con Otilia, nueve hermanos: Nino, Rosita, Carmen, Pepi, Elías, Teodoro, Rufino y Candi. En los 40, la peluquería de más fama de Cáceres eran Las Manolitas, que estaba en la Clavellina. Así que el padre de Otilia pensó que un salón así podría ser un buen negocio para sus hijos. Entonces decidió enviar a Rosita a Madrid para que se formara durante un año con Alfredo, un peluquero muy conocido en la Gran Vía.

De vuelta a Cáceres, en 1948, se abriría en Moret, en el edificio de la Banca Sánchez, Peluquería Rosita, que tenía dos espejos, dos sillones de barbero, un lavabo, sala de espera y teléfono de tres números. La llevaban Rosita y Carmen. Cuando Rosita se casó con el futbolista Vicente Romero y se fue a vivir a Madrid, el resto de hermanos continuó con la empresa, a la que llamaron Hermanos Blanco y que durante seis décadas marcó una época y creó escuela.

Nino, Candi, Pepi y Chiqui también aprendieron el oficio. Pasaron por la academia de Carlos Viadero en la Puerta del Sol, dejaron la casa de los Sánchez y abrieron dos peluquerías, una en Doctor Marañón (la decoró Dan, que trabajaba con Civantos), la otra en el edificio Norba (que decoró Antonio López). Era tan bonita que la gente entraba a verla como si de un museo se tratara: paredes de terciopelo verde agua, ocho tocadores, sala de los tintes, máquina registradora... Las oficialas Isabel, Maruchi, Toñi, Nieves, Merche, Mariluz, Tomasi... Desfiles en Madrid, el rubio ceniza, ondas con tenacillas...

Ella, dos veces al año salía de la cocina del hoy río seco de la Ribera y se sentía como una reina. Mientras la peinaban pensaba en sus hijos, adultos a los que pese a la adversidad hizo personas de bien. Mientras, en el hilo musical de la peluquería sonaba la melodía: ‘Y yo subiré a las estrellas cuando tú me llames. Y ahí te esperaré toda la vida, hasta mi muerte. Y yo te veré. Serás mi gloria, mi destino y mi amanecer’.