La mirada se vuelve hoy inservible delante de la calle, porque es solo la memoria la que conserva el paisaje de lo que fue, los cumpleaños, las bodas, los funerales, los nacimientos, los ecos del ocaso. La calle recién atardecida es el lugar de la nostalgia, el número, el nombre, la reja, la puerta, la ventana abierta, la lluvia, la vereda. El postigo, el terciopelo, la aurora, el salir del cielo, el sol, la caricia, la brisa fresca...

Y allí, en el 6 de las Tenerías Bajas, estaba la casa desde la que los niños bajaban al colegio del Madruelo y se ponían a la cola en busca de la leche en polvo y el trocito de queso americano que daban en forma de pastillas durante la posguerra. De allí, a la huerta de los Periquenes, a pillar gorriones y coger granadas. Y es que esa huerta hizo muy famoso el siguiente dicho: «Periquene, que te roban lo que tienes» al ser habitual que los cacereños acudieran en busca de membrillos o ciruelas porque la de los Periquenes fue la envidia de las huertas de Cáceres.

Aquella huerta era de Pedro Hurtado y los cacereños la bautizaron como la de los Periquenes porque a Pedro lo conocían como Periquene, extensión del diminutivo Perico a Periquino y de Periquino a Periquene. Pedro y su familia trabajaban sin desmayo en la huerta de una hectárea de extensión, que disponía de un molino, al que acudían a moler los hortelanos de la Ribera y lo hacían especialmente en días de lluvia.

Eran esos mismos hortelanos quienes cada sábado aprovechaban para cortarse el pelo y afeitarse en la peluquería de Blázquez antes de participar en las tertulias del Caballito Blanco. Entretanto, la huerta, donde también pastaban vacas de leche, se sembraba todos los años de verduras y hortalizas que luego se vendían en el mercado del Foro de los Balbos. 

Al caer la tarde llegaba la hora de las estufas para las chiquillerías, que cogían las latas de kilo y medio de sardinas, les ataban un alambre y dentro metían tablas y cortezas de los árboles que hacían arder con cualquier fósforo. Con el alambre tiraban de ellas y les daban vueltas y vueltas hasta conseguir que se formaran las brasas necesarias para calentarse debajo de los soportales de las casas mientras otro grupo de muchachos jugaban al clavo en un trozo de tierra de metro y medio, siempre libre de piedras. Los chiquillos, llegados de todos los barrios, se daban cita en la Ribera: los de la Consolación, los de San Francisco, los de Caleros... y comenzaban a asomar los tiradores. Con la primera pitera alguno exclamaba: ‘¡Alto, alto!’, y la reunión se disolvía.

Entonces el zagal volvía al número 6. Muy cerca vivía Lorenzo El Bimba, que era guardia municipal, y que estaba casado con Martina. Era tradicional que durante las Nochebuenas se entonara un cantar que se hizo popular en el Marco y que decía: ‘Cuando se acuesta Lorenzo se levanta Martina’, porque él se dormía a las seis de la mañana al acabar el turno de noche y ella se levantaba a esa hora para atender la intendencia de la casa y de la huerta.

Hoy, los nuevos dueños que escogen el casco antiguo para vivir y reforman las viviendas que dieron vida a Cáceres, han pintado de colores algunas fachadas de Las Tenerías Bajas. Parecen una estampa del corazón de la Carihuela o de la bajada al Bajondillo de Torremolinos. Y ahí, en el mismo lugar, sigue la del número 6. A la familia los conocían como los del 6, porque una vez el bisabuelo se jugó una apuesta y se bebió 6 litros de suero y porque, casualmente, vivieron en el 6. 

Eran una gran familia los de aquella calle con escaleras cada cinco o siete metros, que ahora se han convertido en una cuesta. En verano, esos peldaños fueron el lugar donde los vecinos salían a cenar en busca del fresco, huyendo del soporífero calor que inundaba los hogares. Los que venían de Fuente Rocha tenían entrada por allí, así que los mayores reprendían a los críos: ‘Dejad pasar, que siempre estáis en medio como los jueves’. Y ellos obedecían, aunque al segundo retomaban la algarabía.

El parque del Marco. MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ

La abuela preparaba sopa de castañas, que hacía con leche y canela. Era un manjar que adornaba un barrio donde también vivían un zapatero, un carpintero, el señor Isidro, que vendía pipas y caramelos en cajas de madera, y otro vecino que apodaban El Rana, casado con Magdalena, porque era un experto en la captura de ranas y lagartos, que luego repartía entre el vecindario a cambio de algunos reales.

La del número 6 tenía tres plantas. Abajo había un zaguán con un grifo empotrado entre los enormes muros, y a la izquierda, un cubículo parecido a una antigua cabina de teléfono donde había un pozo ciego que servía de water. Más allá, una cocina de tres metros cuadrados, un salón de 10 con radio y vigas de madera donde colgaban los membrillos, las sandías de invierno, melosas y amarillas, y en el que se repartía el regimiento de hijos.

En el corral alimentaban al cerdo con los desperdicios. Cuando el animal estaba criado, no lo usaban para la matanza sino que lo vendían, compraban otro, lo volvían a criar y así se ganaban el jornal.

Hoy, aquel niño que fue acude varias veces por semana al número 6 de las Tenerías Bajas; pasea, mira, recuerda y anota la vida vivida para que todo haya de quedar de lo que escribe y lo que escriba no sea un viento fugitivo sino el pronombre del mañana de su nieto.