Erecto como un mástil, el poleo arrancaba el calzoncillo de la tierra cual semental y entre julio y octubre era una evocación de la primavera. Con sus tallos desbocados, cuadrangulares, verdes, oscuros, de flores diminutas, crecía como la espalda de magnolia de un guerrero. Cuando estaban a punto de estallar, los hortelanos separaban las hojas del tallo y sus mujeres las lavaban y las ponían a secar. Semanas antes de la bajada de la Virgen de la Montaña ya estaban a punto.

Era costumbre que el Día de la Madre, cuando la patrona subía de nuevo a su santuario tras el novenario, los cacereños se fueran a celebrar al campo la fiesta de veneración de la maternidad, el ejemplo de Rea, parturienta de los dioses de la Antigua Grecia, la sabiduría, las entrañas, la fuerza y la generosidad arrojadas del vientre tras la lucha de la placenta en el baño de sangre.

Algunas familias de Las Tenerías solían acudir esa mañana a La Hormiga, una finca situada frente a la mina de Valdeflores, que se ve desde la carretera de Trujillo, pasando Sierra de Fuentes, a mano derecha, donde existe un caserón. En aquellos años, en ese palacete siempre cerrado, había un estanque donde felices se besaban los cisnes, los patos y las ocas, mientras los rayos destellaban contra el surtidor y terminaban en el agua como haces de luces, reflejo especular, brillante fulgor de color inusual, como una órbita que sorteaba el oleaje.

Los muchachos, nada más llegar, buscaban los enormes huevos de las ocas. Para entonces, los cisnes ya estaban con sus crías, cinco o siete por cabeza, mientras el macho permanecía cerca para defender la nidada, y no se contenía si de atacar ferozmente se trataba a quienes osaran acercarse a sus pichones.

A bordo del 1400 blanco, aquella familia de la Ribera disfrutaba de la brisa en su mirada al tiempo que del maletero todos ellos sacaban las cestas, los paños de cuadros azules, rojos, vedes y naranjas, los manteles de lunarcitos amarillos, que extendían como un altar sobre una mesa que compraron para la playa el verano que fueron a Torremolinos y que hoy no es más que la metáfora del olvido que seremos. Pero entonces, ensimismados por la luz poderosa de abril, abrían las tarteras y destapaban los botes de cristal con aceitunas negras sobre La Hormiga, que emulaban como si fuera una playa al oeste de Cáceres

Junto a la mesa, colocaban un tablero sujetado por dos caballetes, y allí ponían las bebidas, el termo del café, bandejas con tortillas de espárragos y frite, y un cuenco de acero inoxidable donde se conservaba el gazpacho de poleo. La abuela siempre decía que aquel manjar relajaría a los niños, favorecería la aparición de la menstruación de sus nietas y que a ella le facilitaría la expulsión de gases, de modo que la abuela se pasaba la siesta peyéndose mientras escondidos entre la hierba uno de los sobrinos se entregaba con su primo a la lujuria.

Por la tarde, durante la merienda, siempre comían una rebanada de pan con chocolate y comentaban los detalles de la Procesión de Bajada de la patrona que había tenido lugar nueve días antes. En esa época, era costumbre que al puente de Concejo, sobre las aguas del río de Cáceres donde era recibida la Virgen al llegar desde su santuario, fueran solo las mujeres a su encuentro porque los hombres se quedaban trabajando la tierra o descansando.

La calle Caleros adornada para la patrona. Al fondo, Santiago. MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ

También acudían muchas de ellas a la plaza a ver pasar a la patrona. Lo hacían vestidas de campuza, o con gorro de montehermoseña, o con puntilla las más pudientes. Desde allí, y ya de noche, la concatedral de Santa María abría sus puertas a la Cacereña Bonita, que desfilaba por la nave central de seis tramos bajo la imponente crucería gótica hacia su Trono de Gracia y Caridad para alcanzar Misericordia.

Todos a una, al Cielo con Ella. Nuestra Señora de la Montaña volvía a lucir majestuosa ante el retablo mayor plateresco del más importante templo cristiano de la ciudad, realizado de 1557 a 1551 por Guillén Ferrant y Roque Balduque en pino de Flandes y cedro sin policromar, mientras los 27 registros sonantes del órgano de 1703, fabricado por Manuel de la Viña, le rendían al viento su homenaje sonoro y Cáceres entero la cubría de alabanzas.

Elaboración del gazpacho de poleo

  1. Freímos los huevos.
  2. Los echamos a la cazuela de barro, con migas de pan (sólo las migas, sin corteza). Lo machacamos todo.
  3. Echamos un poco de ajo picado, un poquito de sal y la menta poleo en el mortero, y lo majamos todo. Vamos añadiendo el aceite de oliva.
  4. Echamos la mezcla a la cazuela de barro y le añadimos el agua y el vinagre.
  5. Le echamos trocitos de pan.

Versión batida: ponemos todos los ingredientes anteriores en el vaso de la batidora y lo batimos. Lo servimos con unos picatostes de pan frito, huevo cocido troceado y unas ramitas de menta poleo para decorar.

Truco: Los huevos fritos mejor sin puntilla, esta no se mezclará bien y quedarán los trocitos flotando por la sopa.


Al día siguiente comenzaba el novenario. La concatedral era, más que un trasiego, una invasión. Sobre sus andas de plata, la Reina de Cáceres brillaba como un lucero, como David y la Antífona al defender los más bellos himnos responsoriales.

Sobre su sien, la Corona Buena, fabricada en 1924 por el joyero madrileño Félix Granda, de cruces de rubíes, oro, brillantes, zafiros y esmeraldas, cuajada de diamantes, por la que se pagaron 150.000 pesetas. Esa corona fue fruto de las donaciones de miles de devotos anónimos con motivo de la coronación canónica de la patrona, privilegio concedido por su antigüedad, milagros y devoción popular.

Cientos de flores la adornaban y Santa María era un aroma penetrante de celindas, calas, lilos y rosas de jericó que olían a caramelo y que buscaban la eternidad por todos los desiertos del mundo en esos años en los que el gazpacho de poleo era la menta que giraba alrededor del sol.