Las latas de sardinas y de tomate que los de la Ribera compraban en el comercio de ‘La Josefita’, que estaba en la calle Caleros, se utilizaban como macetitas que se colocaban a las puertas de las casas y en las que se plantaban el cilantro, el orégano, el laurel y el perejil. Era la antesala de las fuentes de habas en escabeche que llenaban las cocinas al llegar la primavera cuando con los últimos suspiros de la noche, casi despertando el crepúsculo, la mesa era un baile de ajos, huevos, harina, sal, vinagre y aceite de oliva caliente, junto al mortero y los platos Duralex de color ámbar donde los primeros rayos de sol se reflejaban como el crescendo de un violín.

A veces las habas las preparaban con patatas. Otras hacían sopas o esparragadas con los espárragos del Marco, a las que añadían rebanadas de pan y una cucharadita de pimentón. En los menús no faltaban los ajos porros, del picor de la cebolla y el dulzor del puerro, que se recogían en las márgenes de los campos, en las cunetas y en los terrenos baldíos aprovechando el relente de la mañana.

En ese viaje de la recolección, como zumo de violetas arropadas por el canto de los campanarios, aparecían los cardos y la romaza, una especie de acelga que siempre recomendaban los médicos por sus propiedades astringentes y depurativas. Las romazas tenían forma de guitarra y sus cuerdas se acurrucaban en las umbrías orilladas del río de Cáceres para que sobre ellas, como almohadas de retorno o de fuga, agitaran delicadas sus alas las mariposas. Al llegar a casa, se escaldaban y se echaban en las papas viudas o en las judías blancas que se guisaban con oreja y morro.

Las mujeres arrancaban de cuajo las espinas a los cardos sentadas a las puertas de las Tenerías. Lustrosas, de hojas espectaculares, asomaban sus pencas nacidas en forma de roseta. Los tallos quedaban limpios, listos para caer en la sartén, que era cueva de su destino rehogándose a fuego lento para el arroz y la tortilla.

Llegada la tarde se hacía el gazpacho, que se sacaba a enfriar en la ventana a falta de neveras en tiempos de estrecheces, cuando el mundo era como una moviola en blanco y negro. En abril y mayo llovía, y lo hacía a menudo, de tal manera que las aguas ribereñas corrían con la fuerza de un verano galopando al cuello de la brisa. Las dos pequeñas, a la vuelta del Sagrado Corazón, corrían como balas, pero a la altura del Palacio de Godoy ya era inevitable fenecer empapadas como sopas.

Por la tarde volvían al colegio, con la hermana Román, que era grandota, panzuda y de voz grave, la hermana García, y la hermana Omaña, que con solo 26 años la nombraron directora. Disciplinada, recorría de punta a punta los pasillos para comprobar que todo estuviera en orden. Como las alumnas tenían que compartir algunos profesores con el San Antonio, había horas en las que se quedaban sin maestro, de modo que la hermana Omaña golpeaba el cristal con su alianza y la zagalería dejaba el alboroto.

Ellas eran de las pocas de la Ribera que acudían al Sagrado, porque la mayor parte de los niños se repartían entre el Madruelo y las Damas Apostólicas. Otras acudían al colegio de Cristo Rey. Fue doña Petra Fernández y Fernández Trejo, una dama de la aristocracia cacereña, la que auspició este centro escolar en la ciudad. Su empeño llegado el final de su vida era promover una institución para garantizar la educación de niñas pertenecientes a familias con escasos recursos económicos. Contactó entonces doña Petra con don José Gras y Granollers, catalán que en 1876 había fundado en Granada la congregación de las Hijas de Cristo Rey.

Higuera en la Ribera del Marco. MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ

Residía ella en el número 2 de la calle Mangas, justo en la casa que ahora ocupan los hermanos franciscanos de la Cruz Blanca. La mujer le puso como condición a don José que esperara hasta su fallecimiento para que la vivienda pasara definitivamente a propiedad de la orden. Así fue como en 1912, y tras la muerte de doña Petra, llegaron a Cáceres las primeras monjas de Cristo Rey, capitaneadas por la entonces general de la congregación, la madre Inés.

Al siguiente amanecer se escuchaba el canto de los pájaros, que al atardecer surcaban el firmamento por bandadas. En las siestas los tordos hacían sus fechorías y huían, formando una nube negra, a comerse los higos.

Jilgueros los había por cientos, revoloteando entre las rosas de jericó, que olían tan penetrantes como los pirulís de fresa que te daban en el Cine Coliseum y que tenían azúcar picapica que rodeaba el caramelo y un envoltorio transparente en el que aparecía dibujada la cara de un conejo.

Fue esa una adolescencia preciosa, marcada por los paseos a las huertas de la Ribera. Allí, las parejas -siempre acompañadas-, compraban una perra gorda de higos, los jóvenes regalaban ramos de albahaca a las chicas y así iniciaban el noviazgo.

La fuerza de la tierra era centella, agua motriz que buscaba la roca y las entrañas en mitad de la huerta y de la aurora como razón suprema de la vida. Policromía. Manteles de armonía en la cocina.