El Bar Simón estaba en las inmediaciones de la calle Mira al Río, subiendo para las Candelas. Era el lugar de encuentro de los de la Ribera. Allí se arreglaba el mundo y en su interior habitaba la fertilidad. Algunos armaban dentro la del gran dios cuando las amapolas daban la venidera a la estación de primavera, libres aún de calcinarlas el verano, en los días en que vibraban duras sus varas y se mecían con el viento como la melodía de un piano.

Muchos salían a gatas, fatigados, arrastrados por la cogorza a lugares espantosos o bellos, bebiendo de modo compulsivo mientras cantaban prodigiosos en cualquier rincón de la taberna. En ocasiones escapaban al galope en dirección a los infiernos de la resaca al tiempo que el dueño servía vinos en chatos donde metía el dedo, y las uñas le servían como medidor.

Otros acudían a una tasca que había en el Arco de la Estrella y que llevaba uno de los que tenía huerta en el Marco. Al bar se accedía por una puerta semicircular con cristalera que conducía a un lugar oscuro, con olor a rancio, avinagrado, donde el pitarra se guardaba en tinajas de barro o en garrafas tras haber fermentado las uvas de la recolección. Uvas tintas, blancas y rosadas, algunas grandes como bocas de guitarra como si hubieran conquistado el trigo en una noche de farra.

A mano derecha había un servicio, con un urinario anclado al suelo, un pozo ciego donde los hombres orinaban salpicando, dejando su rastro en los azulejos que de tanto mear habían amarilleado y no había lejía ni salfumán que acabara con ese establo de la marranería.

A mano izquierda estaban las escaleras que conducían a la bodega; peldaños atiborrados de cachivaches con una bombilla de filamentos temblones, una ampolla llena de polvo y un cable enrollado desde el techo donde eterna se mantenía la telaraña. Más allá, al fondo, la barra semicircular, con una losa de mármol blanco.

Los domingos, las dos nietas, ordenadas por la madre, se desplazaban a visitar al abuelo a la taberna. Era un hombre serio, que al escuchar los pasos de las pequeñas, salía del mostrador, les daba dos besos y volvía a su puesto. Entonces, de un bote de plástico con una tapa de color limón, les sacaba un barco de aceitunas. Ellas, de puntillas, alzaban la mano y de alta que era la barra no veían al abuelo; solo atisbaban a coger aquel velero de olivas que se metían en la boca y que de tan gordas apenas podían remover entre los dientes.

Amapola en el Marco. MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ

Acabado el manjar subían una escalinata que conducía a la vivienda donde aguardaba la abuela. A su paso dejaban atrás un cuarto oscuro, una especie de almacén tenebroso en el que el abuelo solía dejar colgados los mandiles. Ya no volvían a toparse con él, porque era un hombre trabajador, distante y solo mostraba simpatía hacia su yerno, un soldado al que engatusó para que se casara con una de sus hijas a la que siempre había considerado algo casquivana.

En ese momento, otra de las hijas ya estaba limpiando la tasca porque tocaba el cierre. Odiaba restañar aquel gallinero y dejarlo libre de colillas, palillos y servilletas de papel hechas un gurruño. Allí fue que le cogió tirria a las aceitunas, porque en las bridas de la escoba se liaban los huesos y siempre los encontraba pegados a un gargajo. Los hombres bebían, mordían la oliva y luego escupían el pipo acompañado de un lapo que dejaba su flujo sobre las mugrientas baldosas.

La casa de la abuela parecía, sin embargo, el paraíso situado encima del averno de la cantina. En el rellano, a mano izquierda, la cocina muy alargada, de hierro y carbón redondo, que era como un templo del que salían las sabrosas delicias para el paladar de la familia en las comidas del Día del Señor.

Enfrente estaban las habitaciones y se pasaba de la una a la otra: en un lado, los niños, en el otro, las niñas. Al fondo, la sala comedor, que a su izquierda disponía de un espejo ligeramente inclinado atado a un clavo con una cuerda, de modo que desde abajo se veían arriba las cabezas y los cuerpos y las figuras de la casa en toda su extensión. El espejo es, como recuerda Umberto Eco, el instrumento que duplica la realidad a través de la reflexión de la luz. Espejos incapacitados para la mentira, que funden a los personajes, sus verdades y sus miedos, como los de Valle Inclán en el Callejón del Gato de ‘Luces de bohemia’.

Había también un sofá parecido a los Chester, al que las dos hermanas se subían. Aleccionadas por la abuela, lo hacían sin zapatos y siempre con los calcetines cortos de hilo puestos. El Chester quedaba a ras de la ventana. Colocaban las manitas apoyadas sobre la cubierta del armazón y, encaramadas, miraban la plaza Mayor, que se asomaba a sus ojos como una playa de piedras, torreones, cigüeñas, rejas y arcos de medio punto. Desde allí veían el tejado de los Murillo y la bandeja cargada de romanticismo, con sus palmeras grandes y sus baldosas portuguesas donde los muchachos jugaban al corro.

Ya casi anochecido, la madre llegaba de aperar la huerta y recogía a las niñas, exhaustas, camino nuevamente a Las Tenerías cuando los días eran un mostrador con sus fulgores y sus sombras.