El incendio es un aullido lúgubre envuelto en sirenas de un coche rojo de bomberos, como el carmín corrido de un labio apaleado, voraz, como un enjambre, que se come cuanto a su paso encuentra. El Cerro de los Pinos, la entrada del glorioso pasado minero de Cáceres, también hace años devastado, es cada año pasto de las llamas. Cuentan que lo queman a posta para matar a los alacranes que habitan el Calerizo, porque los bichos viven dentro de las cuevas, algunas de ellas tan profundas que llegan a los 900 metros bajo el suelo.

El acuífero de 14 kilómetros cuadrados en forma de herradura que parte de la Fuente del Marco también pasa por este cerro camino del Cefot, que marcó el origen de la ciudad pero que hoy es ceniza en la que agonizan agazapados los arácnidos mientras sucumbe el amarillo verdoso de su piel.

Durante el invierno, campando a sus anchas por los oscuros pasillos del Calerizo, copularon como fieras, aunque digan que no tienen ojos, pero sí artejos para menear la cola inflada de veneno. En ese tiempo del cortejo fueron los machos los que lo iniciaron aproximándose a las hembras, a las que agarraron hasta iniciar la danza.

Con sus peines, ellos buscaban el lugar certero donde depositar su esperma mientras ellas fueron luego a buscarlo para introducirlo cual vasija de fecundidad en sus entrañas. Después se separaron para siempre, sin echarse de menos. Meses, incluso un año largo, duró la gestación de las alacranas. Independientes, solitarias, vetando el arrumaco, salieron al mundo las crías para perpetuar la especie y seguir encontrando refugio junto a la mina de La Esmeralda.

La llegada del verano con sus altas temperaturas y su humedad sacan de las profundidades del Calerizo a los alacranes, que buscan en la noche la práctica de sus hábitos porque el día se lo pasan a escondidas. Por eso, cuando cae la tarde, queman el cerro, y allí fenecen.

Es una vieja costumbre la de incendiar los pastos. Lo hacían quienes llegados de la huerta o de la dura tarea de la labranza habían sido víctimas del picotazo, de modo que al volver a casa, limpiaban las picaduras con agua y con jabón para reducir su dolor mientras los campos apestaban a rastrojo y los alacranes coagulaban, a la par que el fuego hacía irreversible su destino. No tardaban en convulsionar, arqueando su cuerpo hasta morir.

La humareda mataba a las manadas, aunque en la Ribera corriera la leyenda de que si se veían acorraladas por las brasas, con tal de evitar el sufrimiento, se suicidaban picándose con su propio aguijón. La realidad, bien distinta, es que calentados sus cuerpos de modo incontrolado, se deshidrataban entre espasmos frenéticos y contracciones en la cola. Era el festín de la masacre oliendo a chamusquina.

Ahora, la costumbre se repite como una maldición, sin saber por qué no se controla la especie en lugar de que unos cuantos, arbitrariamente, se líen a llamaradas. Los vecinos se quejan porque los alacranes conviven con garrapatas y culebras en este lugar que la mano del hombre ha convertido ya en inhóspito. Los bomberos se emplean a fondo, luchando contra el abrasamiento de la tierra, convertida en ceniza sin reparar nadie en que debajo está el maná del agua de la vida.

Margaritas de la Ribera. MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ

Entretanto, la Asociación de Amigos de la Ribera del Marco vuelve a clamar, a suplicar que el ayuntamiento desbroce el río de Cáceres, cuyas aguas apenas ven la luz, rodeadas de cardos secos de más de dos metros de altura que arañan cara, brazos y piernas defendiéndose de quienes intentan arrancarlos.

El abandono en el que se encuentra sometida la Huerta del Conde y la calleja de la Bula y el entorno del Marco, así como las fincas municipales del tramo alto de la Ribera es flagrante. Este es uno de los lugares donde más crece la hierba y donde más tarde se desbrozan los pastos. Pedro Moreno, presidente del colectivo, pide que se contrate más personal en la campaña de desbroce del Ayuntamiento de Cáceres para que se puedan ejecutar los trabajos antes de que haya peligro de incendio por la proliferación de los cardos marianos, ya secos por el sol justiciero de junio.

Hay tantos que los visitantes a la Ribera han descendido y «ahora mismo no se ven ni los olmos resistentes a la grafiosis», plantados en noviembre en la llamada Ribera Literaria en colaboración con el Ministerio de Transición Ecológica, la Biblioteca Pública y el propio consistorio. «Es una situación bochornosa», apunta Moreno. «Hay que protestar, contarlo, porque los olmos se pueden secar o se pueden quemar. Al ser una zona tan verde el pasto crece más que en cualquier otro lugar. Que pongan más personal en la campaña. Aquí muchos presidentes vecinales se quejan y rápidamente acuden, pero como la Ribera no vota... Es el sitio del que todo el mundo habla pero es el último sitio».

El fuego acecha. Lo sabe el aire. Lo sabe el calor disparado en los termómetros, lo sabe el esqueleto del alacrán que se revuelve en su tumba sobre la roca caliza del Calerizo mientras las margaritas resisten, a ver si pasa el incendio.