EL BOMBO

Aguinaldos

En Navidad recorríamos la Cuesta del Maestro, Caleros, Villalobos y Hornillo llamando a las casas

Antonio Sánchez Buenadicha

Antonio Sánchez Buenadicha

Apenas nos daban las vacaciones en la escuela, se nos planteaban dos tareas a cual más placentera. La primera consistía en reunir los elementos necesarios para montar el Nacimiento. Es decir, las figuras adquiridas en el Precio Fijo, el corcho de un almacén en la carretera de Mérida que servía para hacer las montañas, el musgo en las rocas de la Montaña, el papel de plata con el que se diseñaban los ríos, el serrín para los caminos y la harina que simulaba la nieve. Las luces tardaron en llegar a los particulares. Montarlo nos llevaba varios días.

En segundo lugar, reunir a la pandilla para comenzar a pedir el aguinaldo. Nosotros recorríamos la Cuesta del Maestro, Caleros, Villalobos y Hornillo principalmente, pero si las recompensas eran escasas podíamos seguir hasta la calle Empedrá. Llamábamos en la puerta de la casa que solía estar abierta y exclamábamos: «¡El aguinaldo!». Tocábamos algún instrumento (pandereta, botella de anís vacía, claro...) y cantábamos un villancico. A veces nos invitaban a entrar con una canción: «Que entre usted mozo, que entre usted mozo. Ole salero, ole salero». Lo de mozo parecía exagerado pero las tradiciones son las tradiciones. Contestábamos: «Que no quiero entraaar, que no quiero entraaar, ole salero, ole salero». Que era mentira pero lo decía la canción. Entrábamos y nos obsequiaban con unos polvorones, alguna figurita y unas perras gordas y chicas. Otras veces nos daban algunas perras en la misma puerta y no faltaba la ocasión en la que no te daban ni los buenos días.

En casa

Y así, mañana y tarde hasta que considerábamos que ya teníamos la recompensa deseada. En casa también se pedía el aguinaldo. Las chicas del servicio doméstico, al percibir que mi padre abría la puerta con aquellas llaves grandísimas de la época antecedentes del llavín, cantaban: «El pasillo alante viene caminando don Urbano Sánchez con el aguinaldo». Y mi padre desenvolvía un trozo de turrón del duro que había comprado en un puesto en la plaza. Atado en un rincón el pavo glugluteaba sin saber lo que le esperaba. 

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