Todo empezó hace diez años cuando Guillermo Blázquez (Castañar de Ibor, 1987), cocinero de profesión, se tomo como una distracción personal criar gallinas de diferentes razas (castellanas, extremeñas, moñuda holandesa, enanas, sebright…). Son mucho más alborotadoras y menos cariñosas que los perros o los gatos pero, aunque pasan más desapercibidas, son casi tan valiosas como ellos, puesto que los huevos que ponen a diario han sido y siguen siendo parte imprescindible de la dieta en la región. Extremoduro suena de fondo. Lo hace para desestresar a las 42 aves que tiene en el corral de su pueblo. «Les pongo música, les hablo y me persiguen como si me entendieran. Es algo que me relaja bastante», explica con una carcajada Blázquez a El Periódico.

Sus gallos y gallinas viven como reyes, posee unas amplias instalaciones por las que pueden pasearse a sus anchas. «Solo comen lo que planta mi padre (Rafael) en el huerto y pienso molido. La comida no puede ser más sana. Él me ayuda a cuidarlas. Le encanta y compartimos afición», cuenta con una amplia sonrisa. El resultado son huevos exquisitos. Igualmente avanza con entusiasmo los rasgos distintivos de cada raza, que, desde que empezó en este mundillo, estudia cuáles se adaptan mejor a las condiciones climatológicas de Los Ibores. «La ganadería, no solo la avícola, tiene tirón y es una opción de futuro».

Gallinas con pedigrí paseando a sus anchas por el campo. EL PERIÓDICO

Para quienes no lo conozcan, Guillermo forma parte de esa generación de jóvenes cocineros empeñados en cuidar el recetario tradicional, dándole un toque distinto a los platos de siempre e imprimiendo carácter viajero a las cartas de los templos culinarios donde ha trabajado. Entre ellos destacan el staff de Quique Dacosta y siete Paradores Nacionales

Blázquez, que tiene 35 años, se encuentra actualmente entre los fogones del Parador de Gredos (Navarredonda de Gredos, Ávila). «Desde bien pequeño ya me gustaba mucho preparar recetas con mis abuelos, miraba los libros que pillaba por casa y siempre la estaba liando en la cocina. No llegué a incendiar nada, pero quemé algún postre y provoqué más de una humareda. Ahora, en cambio, es lo que mejor se me da. Cocino mis miedos y solo la seguridad del producto te los quita», dice Guille entre risas.

Una cesta llena de champiñones. EL PERIÓDICO

Él todavía no ha llegado a los cuarenta, pero atesora ya una importante trayectoria. Tras estudiar el ciclo medio de Cocina en Cáceres y el superior en la Escuela de Paradores (León) -del que solo habla maravillas-, hizo sus primeros pinitos profesionales en Málaga, Plasencia, Almagro, Alcalá de Henares, Chinchón… «Fueron años muy bonitos, en los que aprendí un montón y conocí a excelentes profesionales. Siempre he llevado a mi tierra por bandera. Soy lo más extremeño que te puedas echar a la cara», rememora con nostalgia el chef.

El joven es muy hablador, extrovertido, chistoso... Y derrocha fogosidad al hablar de setas. «La verdad es que soy un enamorado de los champiñones. En otoño hay una gran variedad. Cada uno de ellas está asociada con un árbol, un matorral, un arbusto… Conocer con qué es una buena forma de reconocerlas», confiesa Blázquez. Para demostrarlo, enseña a este diario una cesta repleta de increíbles hongos mientras en el extremo del corral suena Extremoduro.