Hay imágenes que duelen y enternecen al mismo tiempo. Me pasa cuando les veo algunas tardes, en pandillas, montados en bici, sobre patinetes, con carricoches o con camiones; tan chiquininos y con las mascarillas puestas, pero aún así riéndose, gritando, abarcando toda la libertad que les cabe en sus pequeños cuerpos.

Cuando me cruzo con las y los adolescentes dentro de sus burbujas de reggaetón y de rebeldía. Rostros jóvenes resucitando acné bajo telas de colores. Pero caminan ligeros y alegres comiéndose los últimos pliegues de la tarde.

Cuando veo a los viejitos sentados en el banco de siempre, con las mascarillas torcidas y las gafas empañadas, quizá para ponerles filtros a una realidad que se los está llevando y no quieren verla.

A las amigas añosas que antes iban siempre del brazo resignadas a perder un buen apoyo, y un valiosísimo tiempo sin un viaje, sin un baile, sin una fiesta. Pero se paran a recoger brotes de plantas para sembrar las macetas de sus patios.

Cuando me cruzo con todas estas personas siento dolor y ternura, a veces más lo segundo que lo primero, porque a pesar de ser un maldito año, no ha podido acabar con sus ganas de vivir, con su fuerza, con su coraje.

Y si una pandemia no puede con la bendita locura de este pueblo, no vamos a dejar que pueda robarnos la pujanza un puñado de inversores extranjeros.

Luchemos, como solo sabemos hacerlo nosotros, los zahineros y zahineras.

Hagámoslo por nuestros hijos, por nuestros padres, por nuestros abuelos. Merecen vivir en paz en la tierra que alimentó sus raíces. Nadie podrá callarnos. ¡Arriba Zahínos!