cuaresma

Las villas de Cáceres y Trujillo

José Antonio Barquilla Mateos

Zonas monumentales, villas medievales, hermanas gemelas en la historia, hermosos palacios que albergaron a los Reyes Católicos, a su paso por Cáceres y Trujillo. O el palacio del siglo diecisiete, hoy Sagrado Corazón de Jesús en Trujillo, en el cuál escribió Cervantes, la primera parte de su Persiles.

Los caballeros de la orden religiosa y militar de Santiago de Cáceres. El palacio de los Golfines de Abajo, residencia de Fernando e Isabel cuando venían a la ciudad.

Tanta historia, tanto duende vagando por sus calles estrechas y antiguas. Faroles en las noches de invierno con el agua de la lluvia resbalando como un llanto triste en la villa solitaria, mientras la ciudad «nueva» duerme más abajo. La plaza cacereña, amplia como un pueblo sin gente, con soportales y sombras, con faroles que impregnan de serenidad las horas, de duende las sombras, de alma y misterio el nacimiento de la madrugada.

Y la plaza Mayor de Trujillo, tan hermana de la plaza de Cáceres, con serenidad también de farolas de luz melancólica, y rumores de fuentes que cantan las gestas de los conquistadores, bajo la mirada de piedra de las gárgolas misteriosas del palacio del marqués de la Conquista.

Y hablo de Las villas de estas dos ciudades extremeñas, como si fuera una sola, con su misterio, con sus noches, blancas de luna. Con el recuerdo de novios antiguos en noches de verbena, y la música de verano, volviéndose triste tras las viejas murallas, cuando el otoño con su sonrisa amarilla de hojas vencidas, gime con el viento frío de una noche medieval, que son como gemidos de guerreros antiguos heridos en una batalla de antaño, mientras voltean las campanas en la espadaña de una torre y sus voces de acero pregonan viejas leyendas y batallas olvidadas, al tiempo que llaman a oración. Y entre el resplandor de un farol, que alumbra con una luz muerta, una calle de palacios y torres, dos ancianas, que no son de ahora, van pisando la soledad de la villa y las hojas de un otoño muy antiguo, mientras una tolvanera de viento y nostalgia, se eleva sobre las almenas penumbrosas de un viejo castillo.

La villa y su duende como una flor de Lis, heráldica invisible, con su nobleza y honor como bandera. Una virgen en un nicho y en la iglesia semioscura de la villa, con olor de incienso y de cera, un Cristo en la cruz y San José, con su vara adornada de lirios, y demás imágenes sagradas parecen vivir en el silencio nocturno y cuaresmal de la villa.