TDtespués de ver los tres anteriores espectáculos de encargo del festival que te dejan indiferente, el estreno que señala el ecuador del evento clásico Aquiles, el hombre, de la compañía Talycual, ha resultado ser una producción más repleta de interés por brindar una liturgia teatral reflexiva de algunas cuestiones trascendentes de los sentimientos humanos y esmeradas interpretaciones de acento impetuoso en escenas que producen asombro.

Aquiles, el hombre es el primer texto teatral del festival este año--y único hasta el momento-- del filólogo y periodista riojano Roberto Rivera que, inspirado en La Iliada, ha escrito motivado por el hecho de que no existe ninguna obra dramática sobre el mítico personaje, aunque sepamos que Esquilo, considerado como el poeta trágico por excelencia en la historia del mundo y el fundador de la Tragedia Griega, escribió una trilogía de obras sobre Aquiles, llamada Aquileida por los investigadores modernos, de la que solo se conservan fragmentos.

Rivera, que ha tenido la suerte de estrenar su versión de tan rica condición literaria en el teatro romano, hace una culta dramatización --aunque a veces cargada en lo descriptivo-- de escenas del poema homérico, realzando a un Aquiles que debate su naturaleza heroica de la guerra de Troya y se muestra más humano. El autor desarrolla el trayecto de la rueda de violencia y venganza, que solo genera más de lo mismo, a la aparición de la piedad que crea un espacio de entendimiento. Toda una tesis que nos va haciendo meditar en los muchos problemas y responsabilidades sobre la sangre derramada en los conflictos bélicos, siendo el sufrimiento humano el tema trascendente, un sufrimiento que lleva al personaje al conocimiento (recordar la máxima del pathei mathos, el conocimiento a través del sufrimiento). El sufrimiento humano que --en la obra trágica-- tiene siempre causa directa o indirecta en una acción malvada o insensata que conduce a la desgracia de los protagonistas pero que puede haber sido heredada por los mismos.

La puesta en escena de José Pascual (al que conocemos en el festival de Mérida por un desafortunado montaje de Androcles y el león de Bernard Shaw en 1999), que ha contribuido adaptando la obra a las necesidades del espectáculo, logra una historia bien contada, sintetizando los hechos más relevantes y armonizando los elementos escenotécnicos componentes y las actuaciones en un alegato lleno de tensión, que estruja y conmueve, aunque no siempre mantenga la fuerza trágica y la belleza poética. La escenografía --una inhóspita playa de arena blanca, campamento de los soldados aqueos--, los vestuarios sugeridos y la utilería que mezclan lo antiguo con lo moderno, el uso lleno de sobriedad del maquillaje y máscaras contribuyen vivamente a crear un buen climax y a traspasar la temporalidad de la problemática existente a cuestiones actuales. Pero el montaje tiene algunos puntos débiles que impiden su consideración como logro absoluto de los signos que lo enmarcan. No domina los resortes de todas las actuaciones, complejas y difíciles en su aparente sencillez. En algunas escenas con poca incisión creadora los actores no parecen encontrarse cómodos, como ocurre al principio de la representación entre los personajes de Briseida y Diomedes en una acción que resulta larga e insípida.

En la interpretación, todos los actores se ajustan a las exigencias de sus respectivos papeles (tantos hay que no sé quiénes son, porque no se especifican sus personajes y desdoblamientos en el programa de mano).

En general cumplen debidamente, aunque algunos no acaban de encontrar la riqueza expresiva necesaria. Hablo de los que interpretan a los conocidos héroes aqueos Néstor, Ayax, Ulises, Diomedes, que no les falta apostura teatral pero acusan demasiada linealidad y el recurso de las repeticiones.También de la esclava Briseida y la sacerdotisa (estas dos mujeres con roles casi disminuidos y amordazados) apenas penetran en el público.

La representación alcanzó cotas altas en las actuaciones de los protagonistas Toni Cantó (Aquiles) y Miguel Hermoso (Agamenón), vibrantes encarnadores de sus personajes que se lucen en una bien construida línea de diálogos. Ambos actores llenos de lirismo expresivo alcanzan el ritmo justo de sus movimientos, sus gestos y la declamación de sus parlamentos, que son claros y significativos. El primero, posee la delicadeza y el brío que requiere el personaje que siente la angustia de un mundo enloquecido de conflictos sangrientos, logrando un sólido trabajo hecho con naturalidad trágica, voz rotunda y desgarro.

El segundo, que muestra genialmente la astucia del político ambicioso da impresionante réplica en el lance que se produce cuando se enfrentan dos personajes regios, haciendo alarde de buena dicción, de equilibrio tonal del que igualmente brota en sentido litúrgico la tragedia.