La pinta la tiene. Si uno pergeñara en su cabeza una imagen del emperador, una imagen mental, hecha con el busto del Louvre, pero también con alguna frase (de qué me sirve tan tremendo poder si no puedo evitar que haya tanto sufrimiento), un par de sestercios o un cuadro de Le Sueur, y esa imagen se volviera carne, Calígula tendría la cara de Pablo Derqui, los ojos cansados y vivos de Pablo Derqui.

Es difícil, darle carne, dice, porque acabas limitando la potencialidad de un personaje tan universal. Lo cuenta bajito, con esa voz dúctil que en mitad de una sílaba se vuelve grave y en la otra mitad es seda que lima y habla del momento en que Camus escribió, del existencialismo, del periodo que vivía Europa cuando estaba a punto de acabar la II Guerra Mundial, del horror que produjo la apelación a la razón purísima de Hitler, la decepción que supone darse cuenta de que el hombre es el dueño del mundo, pero los hombres mueren y no son felices.

Y así, cuando descubre esto, cuando quiere suicidarse lentamente (o no, pero se suicida), cuando se muere de dolor, Calígula comienza a aplicar, porque puede (literalmente, porque puede, porque tiene el poder, porque lo ejerce), una lógica aplastante. La verdad pura. Que morimos y no somos felices. Y, si vamos a morir, qué más dará un día que otro. «Es un hombre que sufre tanto... que no puede vivir».

Hay personajes que solo puede interpretar gente culta. Quizá hasta dé igual la edad. Paapa Essiedu ha hecho un Hamlet y un Edmund (en El rey Lear) tremendos y tiene 27 años y Gerard Philipe tenía 22 cuando estrenó el ‘Calígula’ más famoso de todos los tiempos. No se trata de la edad, sino de la vida, las lecturas: también de las lecturas, también de haber aprendido a leer bien y a investigar, a no conformarse con la versión de un texto y aprenderlo con mayor o menor oficio.

«Camus usa a Calígula —no tenía una pretensión historicista— para hablar de ese alguien que se da cuenta de lo fútil, de lo contingente, de lo absurdo de la condición humana y de la existencia».

El emperador, ya lo saben, era perfecto: era como es debido: escrupuloso e inexperto. Pero un día se va. Regresa fatigado: ha caminado mucho. Quería la luna: «es una de las cosas que no tengo». Cómo no comprender del todo a este hombre que siente en él, de pronto, una necesidad de imposible.

Sin túnicas

Camus no quería túnicas, pero casi nadie le ha hecho caso. A veces una toga aleja el mensaje: parece que eso pasó hace mucho tiempo, en el 37, en el 38, en el 40, justo cuando comenzamos a contar los meses con el calendario gregoriano: otras gentes, gentes que no son como nosotros, que hemos avanzado tanto en derechos (y en recortarlos), en reconocimiento de ciudadanía (menos a los inmigrantes, pero a quién le importa). A veces un esmoquin lo aleja también: qué hace un senador romano vestido como ahora. A veces ves a esa gente en el escenario, a Pablo Derqui, a Mónica López, a Bernat Quintana, Borja Espinosa o Xavier Ripoll y desaparece todo porque ni siquiera ves que estén vestidos.

Derqui llora cuando habla. «Las cosas, tal como son, no me satisfacen». Le tiembla la voz: se confiesa. Hay cierto pudor en los pensamientos íntimos. «Antes no lo sabía. Ahora lo sé. Este mundo, tal y como está hecho, no es soportable. Por eso necesito la luna, o la felicidad, o la inmortalidad. Algo que quizá sea demente, pero que no sea de este mundo».

Un actor tiene mil maneras de decir una sola frase. Derqui busca las palabras, la palabra precisa, para decir que las cosas no se consiguen porque no se las sostiene hasta el final, para pedir ayuda a Helicón en lo imposible. «Lo haré lo mejor que pueda», responde él. Eso se llama lealtad. Una sola frase se puede decir de corrido, se puede detener en cada vocablo, se puede susurrar, se puede gritar, se puede construir casi como si fuera átona. Calígula está cansado en su infelicidad. Quiere, también, la verdad pura, y la verdad pura es excesiva, inabarcable e inasumible: «No es más inmoral robar directamente a los ciudadanos que esconder impuestos indirectos en alimentos de los que no se puede prescindir. Gobernar es robar. Todo el mundo lo sabe».

¿Qué es lo importante?, se pregunta Calígula. Si todo lo es, la vida, la Hacienda, tu artritis, entonces no lo es nada. Y, si no lo es nada, qué más dará destruir la vida, la Hacienda, tu artritis.

Y, en la rebelión, Quereas es el único que lo reconoce: «Le atribuís pequeños motivos. Sólo los tiene grandes». Mata al padre de Escipión, que le ama, y Escipión descubre que quien te ama te daña más que nadie. Escoge a la mujer de Octavio para que trabaje en su prostíbulo. Qué más da morir antes o después, si vas a morir de todos modos; qué más da perder la dignidad de mujer patricia, si vas a a acabar en una tumba igual. Calígula es todo lo que hay en él: ese lago de silencio, esas hierbas podridas, la lógica y el absurdo que existe en una lógica que solo tiene un único significado, su locura metódica, su filosofía, su profundísima inteligencia.

Cómo no sentir compasión por este hombre.