Stallone anunció hace un par de meses en Instagram que las escenas de Rocky Balboa en Creed II serán la última aparición del personaje en la pantalla grande. Sus palabras, es cierto, no acaban de ser de fiar; en su día dimos por hecho que Rocky V (1990) significaba el adiós del boxeador, por las malas críticas y la mediocre taquilla obtenidas por esa película; y después asumimos que Rocky Balboa (2006) sí que, de verdad, era la última entrega de la saga porque, ¿cómo no iba a serlo?

En todo caso, es lógico que quiera usar la nueva película para pasar la antorcha a una nueva generación, y que con ese fin la trate como algo parecido a un remake de casi cada una de las secuelas de Rocky (1976). No hay espacio aquí para citar todas las referencias que Creed II contiene a sus predecesoras; baste decir que, como Rocky IV (1985), enfrenta al héroe titular contra una bestia rusa; que, igual que Rocky III (1982), retrata a un campeón excesivamente confiado que resulta no estar preparado para enfrenarse a un púgil más grande y furioso que él; que, como Rocky II (1979), presta atención al matrimonio y la paternidad de su protagonista; y que, justo como Rocky V, nos muestra al otrora campeón emulando al que fuera su entrenador y preparando a un joven que no siempre se deja preparar.

En el proceso, por su condición de compendio, Creed II nos recuerda el lugar de privilegio que Rocky Balboa se ha ganado en la cultura popular como arquetipo de tenacidad y fe en uno mismo y como fábrica de memes -«¡Adriaaaann!»--, desde el que ha influenciado un gran número de películas deportivas, como El mejor (1984) o Seabiscuit (2003), y hasta dramas políticos como El discurso del rey (2012).

A lo largo de su historia, el universo Rocky ha sido cine indie, y una pieza esencial para entender la obsesión de Hollywood por las secuelas, y una historia de amor y una metáfora política; ha sido un retrato de Mike Tyson antes de que Mike Tyson existiera. Y ha sido hasta cine de superhéroes, cuando el boxeador acabó el solo con la guerra fría gracias a un discurso que hizo jalear a Gorbachov.

Quizá sea el único héroe de la historia de Hollywood que ha seguido al frente incluso después de envejecer y marchitarse. Lo hemos visto ser un boxeador con cintura de panadero, un campeón hecho de puro músculo, un perdedor arruinado, el humilde dueño de un restaurante y un anciano que contempla la muerte. Por bizarra que la analogía suene, Rocky es lo más parecido a la saga de Antoine Doinel que el cine americano ha producido.

En cualquier caso, estas películas hablan tanto de Stallone como del púgil; su vida, en efecto, funciona como reflejo de la del personaje: a lo largo de los últimos 42 años, ambos surgieron de la nada, lidiaron con el éxito y aceptaron su condición de meros enternainers; ya maduros, los dos tuvieron que demostrar que seguían siendo relevantes; y en las dos últimas películas, mientras Rocky guía a su sucesor, Stallone pone en manos de otros la saga a la que se lo debe todo.

Cuando Creed (2015) empezó a producirse en el 2013, el proyecto pareció ser el intento desesperado de ganar unos últimos dólares a costa de una serie moribunda. Sin embargo, no solo resultó ser la mejor entrega desde la original; supuso una legitimación para todos esos fans a quienes la piel se les pone de gallina cada vez que ven a Apollo y a Rocky abrazándose en la playa, o que reproducen Gonna fly now en Spotify cuando necesitan un chute de energía. Gracias a Creed, en otras palabras, las películas de Rocky dejaron de ser placeres culpables. Ahora, completado el homenaje de despedida que Creed II representa, ¿seguirá la saga esa nueva senda? Creed III tendrá la respuesta.