A la irlandesa Patricia Gibney fue la escena de unos niños en la ventana de un orfanato -«parecían pedirme que contara su historia de abusos»- la que le hizo dar la vuelta a la trama inicial -de corrupción en el gobierno local- de Los niños desaparecidos (Principal de los Libros). En la novela, que empezó como terapia para superar la muerte de su esposo en el 2009 y que en pocos meses vendió un millón de ejemplares, los niños son víctimas de curas pedófilos pero también lo son los bebés robados a madres adolescentes y dados en adopción. Para mucha gente en Irlanda, de tradición católica, «conocer los casos de abusos de sacerdotes pederastas que han ido saliendo a la luz en los últimos años y se ocultaron durante tanto tiempo provocó dolor y conmoción, fue un shock», constata.

La novela denuncia tanto los abusos a niños como la práctica en instituciones católicas de «obligar a jóvenes madres solteras a separarse de sus hijos vendiéndolos con papeles falsos a padres adoptivos», hechos que en la ficción se remontan a los 70 y cuyas consecuencias llegan hasta hoy. «Aquellas chicas sentían vergüenza, sus familias se avergonzaban de ellas y llevándolas a esos centros religiosos solventaban el problema. Muchas de ellas eran luego forzadas a trabajar allí», añade.

La policía Lottie Parker es su protagonista (lleva cuatro títulos) y, como Gibney, es viuda y tiene tres hijos. «El hecho de crearla cuando intentaba superar la pérdida de mi marido hizo que se pareciera a mí. Ahora ha quedado un 30% de mi personalidad en ella», dice.

«La impunidad de estos curas, el saber que podían huir sin ser castigados, los impulsó a seguir abusando. Ante las denuncias, la Iglesia solo trasladó a esos sacerdotes pederastas de una parroquia a otra. Eso no hizo más que extender la tragedia a más víctimas. Son las capas altas de la Iglesia las que deben frenar esta lacra y pedir perdón. No hacerlo hace que la fe en la institución se tambalee, como me pasó a mí, que soy creyente y vengo de familia católica. Yo sentía respeto por la Iglesia pero esos casos me originaron dudas y un conflicto interno», confiesa.

Los abusos han pasado factura a la Iglesia. «Cuando en 1979 Juan Pablo II visitó Irlanda, millones de personas siguieron la misa que dio. Pero este agosto, cuando vino el papa Francisco, esperaban congregar a medio millón. Solo acudieron 130.000. La sociedad ha cambiado».