Cuando estrenó en este mismo festival la magnífica 'La vida de Adèle' (2013), historia de amor lésbico por la que acabó ganando la Palma de Oro, al franco-tunecino Abdellatif Kechiche le llovieron las críticas de quienes consideraban que las largas y explícitas escenas de cama de la película no reflejaban la verdad sobre el sexo entre mujeres sino que lo convertían en una fantasía voyerística para consumo masculino. La película que Kechiche dirigió después, 'Mektoub, My Love: Canto Uno' (2017) fue en parte entendida como su desafiante reacción -un corte de mangas, un sonoro "que os jodan"- contra esas quejas; imposible interpretar de otra manera todas esas escenas en las que el director mostraba a sus jóvenes y bellas actrices chapoteando en el agua o haciendo 'twerking' en la discoteca mientras la cámara corría de una a otra como un perro hambriento, olisqueando los escotes y las nalgas en sensual movimiento. Con la película que este jueves presentó a concurso en Cannes, 'Mektoub, My Love: Intermezzo' -segunda entrega de lo que promete ser una trilogía-, Kechiche ha llevado su acto de provocación mucho, mucho más lejos.

Al fin y al cabo, aquella predecesora ofrecía una propuesta conceptual clara y relativamente eficaz: nos invitaba a pasar unos días de verano en un pueblo costero, en compañía de un nutrido grupo de chicos y chicas que -como todo hijo de vecino a su edad- se relacionaban entre sí según el dictado de sus hormonas; y en el proceso, mientras tejía una red de cotilleos, celos, flirteos y magreos que funcionaba como retrato cultural y generacional.

La nueva película, en cambio, no se anda con complicaciones: sus tres horas y media de metraje se componen de únicamente dos secuencias: la primera, de 30 minutos, transcurre en la misma playa de la última vez; la segunda, de 2 horas y 55 minutos, lo hace en la misma discoteca. En la primera Kechiche contempla a un grupo de muchachas ponerse crema las unas a las otras o ajustarse la braguita del biquini, o se fija en cómo los pechos se les marcan en el sostén; la segunda ofrece más nalgas zumbonas en primer plano, más 'twerking', más perreo entre muchachas sudorosas y, como colofón, un cunnilingus sin trampa ni cartón de 13 minutos de duración.

Es altamente cuestionable que Cannes haya aceptado esta película en su competición, pero no tanto por el aire preMeToo que la envuelve -aunque con toda seguridad recibirá ataques en ese sentido- como porque parece evidente que no está acabada. Es sabido que Kechiche ha estado trabajando en ella hasta literalmente el último momento, y sin duda eso explica que, al verla, el espectador no tenga la sensación de estar viendo el montaje final sino una versión en bruto del mismo. Quizá el director decida volverse a meter en la sala de montaje después del festival para reducir parte del metraje; por otra parte, eso le obligaría a tener que renunciar a un buen número de planos de culos, y no da la sensación de estar dispuesto a ello.

CONTRA LA MAFIA

En la otra película presentada el jueves a concurso, 'El traidor', el italiano Marco Bellocchio recuerda de forma concienzudamente procedural el caso de Masino Buscetta, el mafioso siciliano que a finales de los 80 -gracias a la información que proporcionó al juez Giovanni Falcone- contribuyó de forma instrumental en el encarcelamiento de cientos de miembros de la mafia. Considerando que Bellocchio es un marxista recalcitrante que desde los años 70 usa sus películas para atacar a las instituciones de su país, es lógico que sienta simpatía por alguien que contribuyó a destruir una tan dañina como la Cosa Nostra, pero eso no justifica el aura romántica que por momentos parece otorgar al personaje. Pese a ello, su película funciona como rico estudio psicológico de un hombre que nunca se consideró a sí mismo un soplón sino un justiciero, y que a pesar de ello tuvo que pasar las últimas décadas de su vida con miedo a recibir un balazo.