En la paz conventual del Parador de Mérida en el que me alojo estos días es posible escuchar todavía, por poco que uno deje volar la imaginación, la campanilla que convoca a vísperas y a maitines. Y si a esa cometa de la imaginación se le deja suelto el hilo para que vuele alto, muy alto, es posible oír también, se lo aseguro, a las jóvenes novicias que cantan los salmos y murmuran, tímidas, los rezos.

En uno de sus claustros, convertido en lugar de reposo y lectura, me siento a desayunar de buena mañana, bien pertrechado con la prensa del día. Y el bullicio de afuera, que los periódicos recogen en amplios titulares, se me antoja ahora lejano, ajeno, apenas audible, cosa de otro tiempo y quizá, también, de otro mundo. Es increíble lo que puede una arquitectura a la antigua, un pan con aceite de almazara extremeña y dos cigüeñas a la vista: que el tiempo se detenga intramuros y queden extramuros el ruido y la furia, las voces y los ecos.

Es este el lugar ideal para, en silencio, concentrado, a la chita callando, hacer el viaje que me exige estos días mi oficio: viajar desde la España de hoy a la Roma del siglo primero anterior a nuestra era. Debo confesarles que en el trayecto me entretengo cambiando cromos. Suelto los de quienes lideran hoy aquí nuestra política y me hago con los de Cicerón, Bruto, Pompeyo, Marco Antonio y Julio César, por ejemplo. Y me distraigo comparando, imaginando qué harían ellos aquí y cómo se las apañarían los nuestros allá.

Porque aquí y ahora los dardos, aún de mal estilo, suelen dar, mayoritariamente, en lo duro de un caparazón forjado de años y cinismo, y las puñaladas, aún traperas, no pasan de ser un eufemismo. Pero allí y entonces, a las puertas del Capitolio, la sangre manaba a borbotones. Todos sabemos cómo acabó Julio César. A Cicerón le cortaron la cabeza y las manos. Pompeyo fue asesinado. Y Bruto y Antonio se suicidaron. ¿De verdad «cualquiera tiempo pasado fue mejor»?

Caída la tarde emprendo el camino que me lleva al anfiteatro. Paso ante el Templo de Diana y dejo atrás el Pórtico del Foro. A un lado y otro, las piedras de la historia. Estatuas de otro tiempo. Sin cabeza ni manos, la mayoría de ellas. Y me digo: tan sin cabeza, como algunos de los que hoy acuerdan pactos y componendas; tan sin manos, como muchos de los que hoy, aun con ellas, no distinguen la derecha de la izquierda. Tan sin sentido todo. Tan confuso. Tan triste.