Los muertos no mueren es una película de zombis… o algo así. Por encima de todo, es una película de Jim Jarmusch. A lo largo de su carrera, desde Extraños en el paraíso (1984) hasta Paterson (2016), el de Ohio se ha convertido en uno de los grandes cineastas del mundo evitando la tensión dramática en favor de los tiempos muertos, y hallando tragedia y comedia en las pequeñas interacciones que puntúan la vida cotidiana. Y, pese a que en efecto contempla las evoluciones de unos cadáveres andantes, su nueva película es letárgica incluso según sus estándares. Aparte del fin del mundo, en ella no pasa casi nada.

Nada que ver con The walking dead, pues. «Mi intención primordial fue hacer humor tonto, crear grandes espacios en pantalla para que algunos de los intérpretes que adoro hablaran sobre el tipo de idioteces que suelo escribir», aseguraba Jarmusch en el pasado Festival de Cannes, que Los muertos no mueren se encargó de inaugurar. Esos actores componen un reparto rotundamente estelar. Bill Murray, Adam Driver, Chloe Sevigny, Selena Gomez y Tom Waits interpretan los papeles más extensos; también aparecen Steve Buscemi encarnando un granjero sin duda seguidor de Trump, y Tilda Swinton dando vida a una dueña de funeraria que ejerce de samurái y, atención, Iggy Pop en la piel de un zombi. Al parecer, no necesitó maquillaje.

Aquí el apocalipsis sucede a causa de una práctica conocida como fracking polar -invención de Jarmusch-, que ha hecho a la Tierra salirse de su eje. En un pueblecito llamado Centerville, de repente los días se hacen larguísimos, y los móviles dejan de funcionar y, sí, los muertos salen de sus tumbas. Por supuesto, teniendo en cuenta quién los ha ideado, no tienen nada que ver con los zombis veloces de Guerra mundial Z (2013). Ellos se mueven sin prisa.

Los policías que Murray y Driver interpretan -lo más parecido a los protagonistas- parecen sentirse más resignados que aterrados cuando sus amigos y vecinos empiezan a transformarse. De hecho, las gentes de Centerville parecen entender que la hecatombe es la única solución posible, y sentirse casi aliviadas por su llegada. Así se acaba el mundo en 2019. A lo largo del relato, va quedando claro que los no muertos retienen cierta consciencia residual, y se dedican a repetir los nombres de las cosas que los obsesionaban cuando estaban vivos: «Wifi», dice sin cesar uno de ellos. «Moda», dice otro. «Xanax». «Chardonnay».

Jarmusch sabe perfectamente que él no es el primer director que usa el cine de zombis para hablar de los peligros del consumismo. «La gente me dice que mi película tiene el mismo mensaje que Zombi (1978), de George A. Romero. Y estoy de acuerdo, pero hablar de ello es aún más pertinente hora que entonces. Yo vivo en Nueva York, y allí uno no puede pasear por la calle sin cruzarse con todos esos cadáveres que no despegan la cara del teléfono y no se enteran de nada más. En cuanto los veo me pongo violento».

Vampiros más sexis

Ya que hablamos del gran autor de películas de zombis, decir que su espíritu está presente en Los muertos no mueren sería quedarse corto. Su director, de hecho, asegura haberla diseñado a la manera de un homenaje. «Romero revolucionó el cine de monstruos», explica. «Criaturas como los vampiros, o como Frankenstein, o como Godzilla, no forman parte de la estructura social sino que la amenazan desde el exterior. Pero los zombis que él creó son la encarnación de un fallo en el interior del sistema, y se dedican a destruirlo desde dentro». En cualquier caso, Jarmusch confiesa no ser precisamente un fan de los muertos vivientes. «Me gustan más los vampiros, porque son listos, y complicados, y sexi, y capaces de cambiar de forma. Derrochan carisma», opina el director, que en su día reinventó el cine de chupasangres gracias a Solo los amantes sobreviven (2013).

En cualquier caso, y pese a que a estas alturas ya tiene dos películas de monstruos en su haber, el director sigue sin ser alguien de quien a priori uno espera un conocimiento exhaustivo del cine de terror. «Cuando era niño mi madre me metía en el cine antes de irse a trabajar, y allí yo pasaba la tarde viendo películas como La mujer y el monstruo (1954) o La masa devoradora (1958)», aclara él. «Podría decirse que soy cineasta porque a mi madre no se le ocurrió encontrarme una niñera».