Juancho era el conductor que llevó a Bill Haker al estudio el sábado siguiente a la polémica porque otros conductores de la empresa se negaron a transportarlo. Su mujer, Elisa, iba sentada con él en el asiento trasero y le agarraba fuerte de la mano. El equipo de guion había preparado un comunicado de perdón para el monólogo inicial de Bill. Larkin había revisado el texto e introdujo líneas de su cosecha. Querían que se humillase y diera la razón a quienes le insultaban. Querían que admitiera que había mucho racismo larvado en su interior y que se comprometiera públicamente a solucionarlo.

Tras siete días de escándalo eran más de un millón las personas que exigían la cancelación. Los medios seguían despellejándolo. Habían trascendido viejos monólogos de Haker en los que empleaba lenguaje irrespetuoso o hacía chistes sobre el género, la raza y los gais. Haker había soportado todo esto en silencio. En el coche, leyó el comunicado a Juancho igual que se lo había leído a Elisa. Lo que ocurrió después, lo que visteis en vuestras pantallas, lo que os animó a renovar vuestros ataques y logró que la CBA cancelase el programa, tuvo mucho que ver con lo que estos le dijeron durante el trayecto hacia los estudios de televisión.

Allí el ambiente era tenso. Larkin estaba sentado junto a una de las cámaras para vigilarlo. No había un solo trabajador allí que no fuera blanco, y las mujeres también habían desaparecido. Nadie quería hablar con él, ni se acercó para susurrarle ánimos. A las diez en punto, todo el país tenía sintonizada la CBA.

Un huracán infernal

Se había filtrado a la prensa que Bill Haker pediría perdón en un comunicado sincero y emocionado. El hombre más odiado apareció con un semblante serio en todas las pantallas. La banda no tocó un solo acorde. En las redes, miles de comisarios políticos aficionados esperaban a que hablase para analizar neuróticamente cada una de sus palabras. El viento soplaba en contra. Pocos minutos después se había convertido en un huracán infernal.

Haker empezó leyendo el comunicado: «Durante los últimos años, hemos intentado hacer un programa progresista y diverso, una comedia digna de las exigencias del siglo XXI, siempre crítica con el poder. Nuestro afán ha sido utilizar la comedia como una herramienta para sacudir las conciencias. Hemos querido ser un dique contra el racismo pero, lamentablemente, durante la última emisión, yo, a título personal, cometí un gravísimo error».

Larkin asentía lentamente mientras sorbía café de un vaso de papel. Bill continuó hablando: «Mi error fue utilizar una palabra espantosa, capaz de ofender a millones de personas. Y fue un error porque pensé que me estaba dirigiendo a una sociedad adulta». Larkin escupió su café. «Estaba equivocado. Me he dirigido a una masa de soplapollas. Me habéis llamado racista pero no creéis que lo sea. Sabéis que no lo soy, pero disfrutáis con un linchamiento tanto como los miembros del KKK. Apuntad esto: no lograréis un fin justo con medios tan abominables. Ninguna paz que logréis con el terror se mantendrá. Hoy me echarían de la CBA si no fuera porque he decidido que este programa no vuelva a emitirse. No merecéis comedia. Adiós».

Se levantó, miró desafiante a la cámara y se largó. Nadie intentó detenerlo en el estudio. Lo que siguió es demasiado conocido. Convertisteis en el enemigo declarado de las minorías a uno de los vuestros. Por desgracia para Bill salieron a defender su honor troles de extrema derecha, cínicos y pajilleros habitantes de 4chan. Quienes consideraban que la condena era exagerada, los liberales sensatos que ponían en duda el dogma de que Bill fuera una reencarnación de Hitler, callaban o deslizaban sus dudas pidiendo disculpas. En pocas semanas el asunto se había olvidado: Bill había desaparecido del mapa y un programa musical sustituyó su espacio en el prime time de la CBA. La audiencia era tan minúscula que Larkin fue destituido seis meses después.

Ha pasado un año y ayer volví a cenar con él. Ha adelgazado y luce una barba desordenada, ya no vive en la ciudad. Escribe sus memorias, y yo le animé a ello aunque creo que nadie se atreverá a publicar su libro. Pero los libros permanecen cuando mueren los censores. Son cajas fuertes que protegen la verdad en tiempos en que ciertas cosas no deben ser dichas. Los historiadores necesitarán documentos cuando se pregunten cómo era posible que una palabra tuviera el poder de destruir una reputación. Y al despedirnos, le dije a Bill lo mismo que el Diablo al Maestro en la novela de Bulgákov: los manuscritos no arden.

Mañana, el primer capítulo del relato de Olga Merino.