El estreno de Monos, la película colombiana sobre un grupo de jóvenes guerrilleros responsables de la custodia de una secuestrada, primero en el gélido páramo, luego en la tórrida selva tropical, puede hacer que los cinéfilos se pregunten por qué el cine de guerrilla en un país con una sólida tradición rebelde no ha cuajado con la contundencia del cine sobre el narco, otra violenta tradición local con trasunto cinematográfico abundante -y, en algunos casos, de calidad-. ¿Es porque no hay un Pablo Escobar de por medio? ¿Porque la guerrilla no tiene el encanto morboso del narcotraficante? Respaldada por una serie de galardones que incluyen el Premio Especial del Jurado en la categoría de Cine Internacional del Festival de Sundance y comercializada como «una versión alucinógena de Apocalypse Now», la película de Alejandro Landes es el último intento del cine colombiano de abordar una realidad que desde hace años se le escurre como arena entre los dedos. La pregunta es por qué.

«No hay una tradición robusta de representación del conflicto con la guerrilla en el cine colombiano -afirma el crítico colombiano Pedro Adrián Zuluaga-. Hay películas y diálogos, interesantes pero aislados. Las películas de mayor impacto mediático carnavalizaron a la guerrilla, sin que esa carnavalización implicara una posición crítica o un intento de construcción de memoria histórica». Zuluaga se refiere a películas como Golpe de estadio (Sergio Cabrera, 1998) o Soñar no cuesta nada (Rodrigo Triana, 2006), éxitos de taquilla en sus respectivos momentos en el país. La primera, una comedia, fantaseaba con una tregua puntual entre guerrilleros y soldados en torno a un partido de fútbol de la Selección Colombia, y la segunda, también en clave de humor, recreaba la historia real del batallón de soldados que un día encontraron enterrados en la selva casi 50 millones de dólares de las FARC. En ambos casos, el cine colombiano tocaba el lado risible de una realidad que causaba dolor en el país. La realidad descarnada no aparecía por ninguna parte.

Según la Defensoría del Pueblo, en 1998, año del estreno de Golpe de estadio, se cometieron en Colombia 194 masacres que dejaron 1.231 civiles muertos; el 21% fueron responsabilidad de la guerrilla. En este contexto, el profesor de la Universidad de los Andes e investigador especialista en estéticas del entretenimiento Omar Rincón se pregunta si la ausencia de una tradición de cine de conflicto, o de guerrilla, no tiene que ver con la falta de distancia. No se hizo cine de Vietnam mientras hubo guerra, ni cine sobre los nazis mientras había campos de concentración. «Hay problemas de los que la sociedad no está preparada para hablar hasta que no están resueltos», dice.

Por tanto, es legítimo preguntarse si la reciente firma de la paz con las FARC, que no acabó totalmente con la guerra de guerrillas pero desmovilizó a su principal protagonista, ha supuesto o debería suponer un cambio. Al fin y al cabo, empieza a tomar cuerpo esa distancia. Según el crítico de cine de la revista colombiana Semana, Manuel Kalmanovitz, «Es evidente que hay un interés de los cineastas por participar activamente como testigos o notarios de lo que está pasando», pero de momento parece patrimonio del cine documental.

No es que no se hayan hecho películas: hay que mencionar La sirga (William Vega, 2012), Alias María (José Luis Rugeles, 2015), El páramo (Jaime Osorio, 2012) o Los colores de la montaña (Carlos César Arbeláez, 2010). El problema es que no se ha asentado una tradición que merezca ese nombre, y que retrate la tremenda complejidad de lo ocurrido en el campo colombiano durante más de medio siglo. Acaso porque esa guerra y ese campo siempre estuvieron lejos, muy lejos, de la ciudad. «En Colombia hay una desconexión muy fuerte entre la vida en las ciudades y en el campo, que es donde la guerrilla ha tenido su verdadera área de acción -dice el crítico-, y todas estas películas han sido hechas por gente de la ciudad, gente, además, de clase media para arriba que no parecen entender con profundidad las dinámicas de esa otra Colombia». El narco, en cambio, «es un fenómeno más urbano», dice Zuluaga, «y algunas de sus representaciones en la ficción, como El Rey, de Antonio Dorado, se inscriben en los códigos internacionales del cine de gánsteres».

Rincón va más lejos, también dice que filmar en la selva, hábitat natural de los rebeldes, «es carísimo», y que «solo está al alcance de Hollywood y Netflix». La conclusión es cruda: «Hacemos cine urbano porque es barato» -que, por cierto, no es el caso de Monos, ambientada en esa selva opresora-.

Acaso llegará un día el omnímodo Netflix y nos enseñará quién era realmente Tirofijo.