Mina icono pop, cantante vertiginosa y figura de armas tomar, la artista que ha ido siempre a su bola y que hoy sigue manteniendo vivas la intriga y la fascinación 42 años después de esfumarse de la mirada pública. Ayer alcanzó los 80 esta criatura que no necesita estar ahí para que se hable de ella, imprevisible y de contornos poco menos que divinos, siempre un paso más allá de las convenciones terrenales.

Desde su retiro en Lugano, en la Suiza italiana, la imaginamos asistiendo complacida a los fastos que le dedican los medios de su país de origen: un muy recomendable documental, In arte Mina, que la RAI estrenó este lunes (y que está disponible a la carta durante una semana) y titulares de la prensa como «la más grande», «la diva sin edad», «la banda sonora de nuestra historia». No es para menos tratándose de la cantante italiana más universal, la indócil tigresa de Cremona, una artista que sigue siendo influyente (hasta un rapero destacado, Mondo Marcio, le rindió homenaje en el álbum titulado Nella bocca della tigre) y cuya peripecia sigue siendo lección de vida y de modernidad.

El destino ha querido que, en estos días de confinamiento global, giremos la vista hacia una celebridad que a los 38 años buscó el retiro, a lo Greta Garbo, alejándose de los focos y de lo que comportaba la exposición pública. Después de su último recital, el 23 de agosto de 1978 en su querida Bussola, la sala de la riviera toscana que la vio crecer y en la que vivió tantas noches de gloria (como la que capturó el álbum Alla Bussola dal vivo, de 1968), Mina dijo basta y dejó que, en adelante, la música grabada en la penumbra hablara por ella. Había lanzado avisos: cuatro años antes protagonizó por última vez un programa televisivo, Milleluci, y publicó una canción titulada Non gioco più (No juego más).

¿Qué ocurrió? En una entrevista en Playboy, Mina había hablado del lado ingrato de la fama y de que pudiera ser más importante su corte de pelo o si estaba más flaca o más gorda que las canciones de su nuevo álbum. Ella, que practicaba un compromiso integral con su obra, filosófico y estético, más aún desde que sus discos se habían ido haciendo más frondosos y personales, en los 70. Se intuía convertida en un cliché con patas; «un jukebox que canta», llegó a decir.

DESLUMBRANTE Y TRIUNFAL / Anna Maria Mazzini, Mina, se había encargado desde muy joven de deslumbrar al gran público italiano (y europeo), primero con hitos del guateque como el twist Tintarella di luna (su primer éxito, en 1959, a los 19 años) o la balada melodramática Il cielo en una stanza (de Gino Paoli), y luego a base de paseos triunfales por el Studio Uno de la RAI, plató que llegó a dar título a un par de celebrados álbumes (el primero de los cuales contiene su versión de la posteriormente almodovariana Un anno d’amore, el C’est irréparable de Nino Ferrer).

Mina asombró con su don para imprimir un sello personal a canciones de géneros muy distintos sin desfigurarlos, respetando sus equilibrios internos. Podía cantar un bolero como La barca, dejarse arropar por orquestaciones swing, atacar a Burt Bacharach y a Kurt Weill, y deslizarse por los senderos de la bossa nova. Y cantar en español, francés, alemán, japonés... Mina, convertida en presencia con ángel en las sobremesas italianas, paseando su rostro reluciente, con las cejas depiladas y sus precisos lunares en la mejilla derecha, en programas como Canzonissima o Senza rete.

Vendrían diálogos sensuales como el de Parole, parole, con Alberto Lupo. Y llegó aquella noche en la Bussola, tras la cual marchó sin llegar a irse nunca del todo. No ha parado de publicar álbumes, reencontrándose con viejos cómplices, dando oportunidades a jóvenes autores y jugando con su imagen en diseños de portadas. Mina, símbolo de tantas cosas, presencia omnisciente, madre, abuela y bisabuela, ciudadana que ha sabido encontrar el modo de seguir siendo artista total desde la reclusión en plena era de YouTube.