A Isabel Coixet (San Adrián de Besós, 1960) le pilló el confinamiento nada más acabar de rodar la que será su próxima película, Nieva en Benidorm, y entre medias se publicó No te va a querer todo el mundo (Malpaso), una recopilación de artículos, buena parte de ellos escritos para EL PERIÓDICO de Cataluña. La selección es un recorrido muy personal alrededor de sus intereses y preocupaciones, que conducen al lector a pensamientos sobre la política, el arte, la conciencia medioambiental y a la aguda reflexión en torno a muchas cuestiones que nos generan desconcierto dentro del mundo en el que vivimos.

--¿Qué le ha aportado su faceta como columnista?

--Empecé hace 23 años en EL PERIÓDICO y tenía claro que no quería hablar de la actualidad, sino de viajes, de encuentros, de conversaciones, de personas con las que me cruzara y que me impresionaran de alguna manera. A veces en forma de cuentos, otras a través de estados de ánimo. Y sobre todo quería evitar la opinionitis.

--Pero al final la actualidad se acabó colando.

--No puedes evitar que lo que pasa a tu alrededor te afecte, porque somos permeables a lo que ocurre y no te puedes escapar.

--Y eso le ha traído algún que otro quebradero de cabeza.

--Me hace mucha gracia cuando ahora se habla de la cultura de la cancelación, porque yo creo que a mí me han cancelado desde la primera vez que abrí la boca y se me ocurrió decir: «A mí me parece que...». Vivo en un lugar en el que por decir y expresar lo que piensas, pagas un precio. Pero odio el victimismo, no quiero caer en él, me da repelús. Así que no me regodeo en ello. Aunque te aseguro que, si quisiera hacerlo, tendría mucho material.

--¿Cree que los artistas e intelectuales tienen que posicionarse públicamente?

--Creo que cada uno tiene que hacer lo que quiera y lo que le dé la gana. Porque también soy antidogmática. No puedes ser juzgado por tus ganas o no de mojarte en las cosas. También es cierto que a las mujeres siempre nos han dicho que calladitas estamos más monas, así que está claro que lo mismo pasa con los artistas, que si no dicen una palabra, caen mejor.

--Sí cree en la disidencia.

--En el momento en el que uno habla por un colectivo, ya la ha jodido. Yo solo puedo hablar por mí y en mi caso la disidencia viene de fábrica. Desde pequeña yo era feminista y cuando veía Lo que el viento se llevó me daba cuenta de que los sureños defendían el esclavismo y se me ponían los pelos de punta. Por eso me hace gracia cuando las nuevas generaciones dicen eso de tenemos que educarnos. Pues claro, es lo menos que podemos hacer, no me parece tan difícil si uno quiere.

--¿Qué piensa de la cultura Woke?

--A mí me suena a plato salteado. En serio, me resulta un tanto naíf, pero bueno, si sirve para que la gente esté más alerta sobre las injusticias e inseguridades, pues fenomenal. Pero no hay verdades absolutas, uno debería ponerse en cuestión todo el rato, informarse, educarse, sí, pero es que esto me parece algo tan básico…

--En sus artículos hay muchas reflexiones. Y algunas de ellas tienen que ver con la hipocresía, con la falta de autenticidad, con la irascibilidad en el ambiente...

--Parece que haya ganas de meterse con el prójimo. No es nada nuevo, pero las redes sociales lo han hecho más evidente. Y en cuanto a la hipocresía, todos la practicamos, pero algunos de una manera flagrante. Qué casualidad que normalmente pertenecen a la clase privilegiada que se apunta a cualquier activismo de cara a la galería, ya sea poniendo recuadros negros en Instragram en contra del racismo o asistiendo a los Globos de Oro vestidas de negro (pero de Givenchy) para denunciar los abusos sexuales en la industria. Desconfío mucho de estas maniobras, no me las creo. Y esos dilemas éticos me paralizan.

--Acaba de firmar un manifiesto para la protección de la cultura en el marco de la UE.

--Me lo pasó la directora polaca Agnieszka Holland, a la que admiro mucho, y lo puso en marcha junto a la Asociación de Directores Europeos. Me gustó que esté ligado a peticiones concretas para proteger a los trabajadores de la cultura. También es cierto que nos encontramos cada día con un manifiesto a la vuelta de la esquina y cuantos más haya, menos eficacia creo que tendrán, sinceramente.

--Vivimos en un mundo lleno de manifiestos, de radicalización, de polarización...

--Qué coñazo. Por un lado, la proliferación de manifiestos me parece un síntoma de desesperación. Puedo estar de acuerdo con algunas cosas que se exponen en el que han sacado alrededor de la cultura de la cancelación, pero creo que no es el momento, hay cosas más urgentes que resolver. Y entonces me asalta la sensación de que los firmantes necesitan ser relevantes a toda costa. Y eso no me gusta. No creo en los brindis de grandes ideas, soy demasiado práctica.

--¿Cree que con tanta barrera física e ideológica resulta cada vez más difícil conectar?

--Es la pregunta del millón. A veces incluso resulta difícil saber cuál es tu opinión de las cosas, parece que uno tenga que forjarse un sistema de análisis de la sociedad súper avanzado, pero no tenemos las herramientas ni los datos. Así que es muy difícil. Participar en la sociedad del aquí y del ahora me parece agotador. Por eso no he querido formar parte de ninguno de esos proyectos sobre relatos durante el confinamiento, no me interesan nada. Yo quiero colinas, años 30, 1901, abismos, olas y desiertos, volar.

--¿Contar historias continúa siendo su refugio?

--Para mí es una manera de conectar con el otro. Pero no sé muy bien quién es el otro, ni sé si estará de acuerdo. Pero si algo me emociona, supongo que también lo hará a alguien más. Es como tirar botellas con mensajes. Lanzas muchas y si alguien coge alguna, habrá merecido la pena tirar todas las demás.