A veces ocurre que tienes delante a alguien con criterio. Y entonces te da igual. Da igual si la obra es fallida o no es fallida: existen un concepto y un trabajo detrás y te fías. Piensas: este tío es interesante, este tío tiene cosas que decir.

David Gaitán cumple hoy 36 años y hace cuatro la Asociación de Críticos y Periodistas Teatrales de México le otorgó el premio a la mejor dirección teatral por Antígona. La escribió él y la montó: fue un encargo de la Universidad Autónoma de México, la UNAM, la universidad pública más grande del país, que tiene uno de los mejores centros de producción teatral de todo el continente americano. Domingo Cruz, de El Desván, prometía más colaboraciones «si él quiere». Esperamos que quiera.

A ‘Antígona’ fuimos así (fuimos: plural mayestático). Pensando: da igual si hay valles y picos. A veces vas segura (y te llevas una decepción) o dubitativa (e ídem, pero el batacazo es menor) y, otras veces, confiada. Las compañías de teatro son como las editoriales: te fías de algunas ciegamente, hagan lo que hagan. En Extremadura las tenemos y El Desván es una de ellas.

Este texto podría haber sido una sucesión de citas y más citas. Ya he confesado aquí lo cansada que estoy de obras de teatro con moralinas y moralejas y plantear un debate sobre un juicio sobre una condena a muerte sobre una mujer en la que recae la tarea difícil de elegir entre la ley natural y la ley de los hombres podría prestarse fácilmente a eso. Y, sin embargo, por aquí transitan la justicia (cómo no, claro está), las relaciones familiares, la fraternidad/sororidad, el machismo, la manera de ejercer el poder, el perdón con condiciones, los errores, el castigo, los castigos, el castigo ejemplar, la sinceridad, la misoginia, la conciencia de clase, el amor, la posesión, el feminismo, las leyes anacrónicas, el juego.

Esta obra no está escrita.

La escribió Sófocles hace más de dos mil años. Se la ha usado para hablar de muertos no enterrados en cunetas, del conflicto entre hombres y mujeres, de la tiranía, de las maldiciones familiares.

«Muchas cosas hay portentosas, pero ninguna tan portentosa como el hombre. Él, que ayudado por el viento tempestuoso llega hasta el otro extremo de la espumosa mar, atravesándola a pesar de las olas que rugen, descomunales. Él, que fatiga la sublimísima divina tierra, inconsumible, inagotable, con el ir y venir del arado, año tras año, recorriéndola con sus mulas. Con sus trampas captura a la tribu de los pájaros incapaces de pensar y al pueblo de los animales salvajes y a los peces que viven en el mar en las mallas de sus trenzadas redes».

Porque el hombre, en su ingenio, ha aprendido la palabra. Y el pensamiento «y el carácter que regula la vida en sociedad, y a huir de la intemperie desapacible bajo los dardos de la nieve y de la lluvia: recursos tiene para todo, y, sin recursos, en nada se aventura hacia el futuro. Solo la muerte no ha conseguido evitar (pero si se ha agenciado formas de eludir) las enfermedades inevitables. Referente a la sabia inventiva, ha logrado conocimientos técnicos más allá de lo esperable y a veces los encamina hacia el mal, otras veces hacia el bien».

El coro, en la Antígona de Sófocles es de hombres, y no de mujeres, porque la tragedia recae en Creonte y no en ella. Creonte, ese inconmensurable Fernando Cayo, a ratos comedido, a ratos histriónico, a ratos burlón, inteligente siempre: qué maravilla es ver a Cayo actuando en el teatro romano de Mérida y qué maravilla ver dos debuts como los de Irene Arcos e Isabel Moreno. A Moreno la vimos ya con El Desván en ‘Lo que queda de nosotros’, que nos regaló a Nata para siempre. No somos objetivas con ella, ni falta que nos hace.

De todos modos, para la crítica ya hay profesionales en este mismo medio. Yo quería recordar ese parlamento, que no sale en la obra de Gaitán y divertirme gozosa e internamente porque los reyes hayan visto una obra que habla del buen y el mal gobierno y la democracia y las protestas (entraron al teatro romano con aplausos, vítores, pitidos, silbidos y gritos de «Viva España» y «Viva la república»). Una obra que plantea debates llenos de grises y que también deja momentos de gran belleza.

Las cartas de Eteocles y Polinices cuando aún se querían.

Eteocles y Polinices, que luchan por el trono de Tebas, que deberían haberse alternado, y que mueren a manos del otro, «presumiblemente», pero a los que Creonte considera, respectivamente, el rey legítimo y un usurpador. Y, como rey legítimo, a Eteocles se le rinden honores de estado y a Polinices se le deja a la intemperie, su alma vagando por toda la eternidad. Se le deja allí, colgado de una cuerda aquí, para que Antígona lo entierre, para que Ismene diga que lo han enterrado las dos y salvarse del castigo, para que Antígona llame cobarde a su hermana, para que Creonte ofrezca a Antígona la posibilidad de vivir… si ella se humilla. Ya sabemos qué ocurre, la historia es vieja, la conocemos de memoria, la hemos visto muchas veces.

Pero esta obra, sépanlo, no se ha escrito todavía.