Desde la primera página ya sabemos que el protagonista de esta historia, Diego Martín, ha cometido un asesinato después de secuestrar y torturar a Martin Pierce, un personaje colateral pero no por ello menos significativo para el desenlace, aunque saber este dato es lo de menos, porque lo que de verdad importa es que Víctor del Árbol (Barcelona, 1968) ha construido con El hijo del padre (Destino), una novela conmovedora y dramática al mismo tiempo, que se presenta como un thriller ambicioso que a través de una saga familiar recorre verdades y mentiras, desvela secretos terribles de los que nadie se atreve a hablar y, a veces a admitir, ni afrontar hasta que salen a flote y lo asolan todo, y en la que el dolor en sus dos vertientes, el físico y del alma, es una constante. De hecho, en más de una entrevista ha declarado que el dolor es el gran tema de su obra, junto con la memoria, esa memoria que te ayuda a conocer el pasado para «avanzar de forma positiva y efectiva», ha dicho recientemente en otra entrevista.

El hijo del padre es también, y sobre todo, una novela sobre la impunidad, la mentira, las cadenas del pasado que correen el presente y destruyen el futuro, una novela desgarradora sobre las relaciones entre padres e hijos que se recorre a través de tres generaciones, la del abuelo Simón, la del padre (cuyo nombre solo conocerá el lector en la última línea «cuando su sombra omnipresente cobra sentido en nuestra propia vida», ha escrito del Árbol) y la del protagonista, Diego Martín, quien desde la Unidad de Evaluación Psiquiátrica cuenta al lector cómo sucedió todo y por qué, expone sus sentimientos y se hace preguntas, muchas preguntas, porque el también autor de La tristeza del samurái, es un escritor rotundo, que escribe desde las tripas, que escribe frases contundentes como «Los hombres no eran capaces de vivir en paz, de simplificar las cosas, no les bastaba con tener sus ideas, necesitaban imponerlas a los demás. No podían soportar la libertad», frase esta que aparece en uno de los espacios físicos en los que se desarrolla la novela, el Pueblo, nombre escrito con mayúsculas y sin identificar, pero que el autor lo sitúa en la provincia de Badajoz, en un lugar cercano a Mérida y en el que se desarrolla gran parte de los momentos más cruciales y también duros y crueles de la novela, crueles porque pasan durante la guerra civil y la posguerra, crueles porque su familia estuvo en el bando de los perdedores, de los pobres sometidos a la familia Patriota que habitaba la Casa Grande, crueles porque Del Árbol les hace sufrir línea a línea en esa España de miseria, esclavitud y tragedia, pero también de venganza y justicia, de sueños por cumplir y de amores no correspondidos.

El Pueblo no tiene nombre porque como ese había muchos en la Extremadura rural de esa época, y aunque ese pueblo no es Almendralejo, la capital de Tierra de Barros, en donde vive parte de la familia del escritor desde los años 80 y de donde es su padre, sí está presente al menos en el subconsciente del lector (de Almendralejo, claro está), y lo está porque en el Pueblo se venera a la Virgen de la Piedad, porque se celebran las Candelas y San Marcos, porque tiene una iglesia de San Roque y, sobre todo, porque en el casino hay una bandera del CF Extremadura. Y todo esto es y pasa en Almendralejo

Otro paralelismo es el existente entre la biografía de Víctor de Árbol y Diego Martín, aunque no se sabe si intencionado o no, es que el escritor, al igual que el protagonista, es de padre extremeño y madre andaluza, la cual se casó de adolescente, al igual que la suya, es el mayor de los hermanos, también estudió en el seminario y vivió en el barrio de Torrebaró. Para ambos también la lectura apasionada fue una constante desde su adolescencia. Esta novela, no obstante, no es una autobiografía, no puede serlo, porque los entresijos de sus vidas no son idénticos.

Además de esa Extremadura de señoritos, ricos despiadados e intransigentes, y de esos trabajadores duros y fuertes que no saben expresar sentimientos que luchan por sobrevivir en una tierra áspera y hostil, el otro escenario de El hijo del padre es Barcelona, la Barcelona en tiempo real y la Barcelona en la que se instala la familia de Diego cuando emigra desde el Pueblo, donde los enfrentamientos entre el padre y el hijo de las tres generaciones siguen y son una constante y en la que se nos van desvelando los secretos de sus vidas, sus pasiones, sus frustraciones, sus pérdidas, sus anhelos, sus miseria y, por qué no, sus alegrías, aunque estas son escasas y duran poco. Y quizá por eso, en una de sus páginas se puede leer «La gente vive mientras puede y como puede. Pocos lo hacen como quieren», o esta otra frase rotunda, que tanto abundan en la obra de este escritor que antes fue mosso d’esquadra, : «Uno acaba siendo lo que cree que es».

De una manera colateral, Víctor del Árbol, Premio Nadal 2016 por La víspera de casi todo, ganador, en 2015, del Gran Premio de Literatura Políaca por Un millón de gotas y auténtica sensación en Francia, donde fue nombrado en 2017 Caballero de las Letras y las Artes, condensa en El hijo del padre la turbulenta y compleja historia española del siglo XX y parte del XXI y con esa operación narrativa, la trama del thriller y la historia se enriquecen y así pasamos de la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial con el abuelo Simón. Otro tanto sucede con su hijo, el padre de Diego, con sus trapicheos de legionario en el Sahara oriental en la segunda mitad de los 50. El arco de representación histórica también cubre el fenómeno de la inmigración interna de la España rural a los centros urbanos industriales en los 50 y 60 hasta bien entrada la Transición en la que ya participan los tres. Y así, hasta septiembre del 2011, cuando todo se acaba, cuando la vida acaba por arañar el alma y toda la verdad sale a flote, cuando ya es casi imposible ahondar más en la naturaleza humana y cuando se puede leer ese demoledor, sincero y tardío sentimiento: «Siempre te quise. Nunca supe quererte». Y ahora sí, aparece el nombre del padre.