El problema de las comedias es que no las puedes contar. Si cuentas el final de un chiste, ya no hace gracia. Y hemos venido a reír. ‘Mercado de amores’ es de nuevo cuño, así que no se ha representado nunca, aunque lleven dándole vueltas un par de años o más Eduardo Galán (el dramaturgo, que se pregunta si, a pesar de la creencia popular, se puede comprar el amor) y su protagonista, Pablo Carbonell. Que, cuando trabajan juntos, triunfan. 

Se basa, nos contó, en tres comedias de Plauto: la ‘Asinaria’ (o ‘La Comedia de los Asnos), ‘Cásina’ (que no se representa mucho -aunque la hemos podido ver en el Festival Juvenil Europeo de Teatro Grecolatino-, porque uno de los principales personajes es un viejo verde) y ‘Mercator’ (o ‘El mercader’). Aquí, Pablo Carbonell es Pánfilo, un señor al que le gusta cualquier cosa, sobre todo comer, beber y yacer -con mujeres, aclaramos, que solo es más aburrido-, pero que no se ha enamorado nunca -a pesar de que tiene una hija: qué vida más triste-. Y el dinero, también le gusta el dinero, del que ya sabemos que no da la felicidad, pero produce una sensación tan parecida...

El señor, decíamos, tiene una hija. La hija se enamora. Para poder meterlo en su cama, ha de vestir al enamorado de mujer. El padre la ve y se enamora.

En aquella época la gente se enamoraba de cualquier manera, a primera vista, y la cosa sigue así varios siglos después (piensen en ‘Romeo y Julieta’ y sus tres días de gloria bendita) porque el amor era una cosa y la herencia otra y los matrimonios por amor llegaron el siglo XVIII pero de amores hemos hablado durante toda la historia de la literatura, que es como decir durante toda la vida.

El humor ancla. Nos reímos, como hizo notar Francisco Vidal (historia viva del oficio de actor en España), de lo que nosotros mismos somos, de tal manera que soltamos la carcajada al reconocernos y, a veces, hasta con un poquito de pudor: «Ay, ese soy yo», «Ay, yo también hago eso». Porque la comedia está llena de dioses engañosos, hombres travestidos, mujeres listas (las de ahora: antes eran más sumisas y se plegaban a los deseos del macho varón), sexo libre, amor impulsivo y un preguntarse a cada rato quién es uno y si es quien cree ser o no.

Ya sabemos, porque hemos visto muchas obras en ese teatro (y fuera de él, en otros) que hacer reír es mucho más difícil que hacer llorar y que las mejores comedias son aquellas en las que los actores han podido co-crear a sus personajes, que a veces los conocen mejor que los dramaturgos. Marta Torres creó unos mimbres y luego comenzaron a trabajar, desde ese dibujo, desde la libertad de ideas más absoluta. 

Eso nos han contado y sabemos que las comedias tienen sus claves: localismos, para empezar (que ya usaban Aristófanes o Plauto) y travestismos varios. En esta ocasión es Carino, o Karino (no lo hemos visto escrito, quién sabe), que se ha de vestir de mujer, con sus tetas y su voz aguda (al menos, más aguda) para engañar al padre de su enamorada. Se viste tan bien de mujer (’spoiler’: no) que el padre de la enamorada cae rendido a sus pies (peludos, suponemos). 

Hay más personajes, pero no hemos podido saber qué pintan o despintan. Porque esto es comedia, señores, y a la comedia hay que ir virgen.

A la tragedia da igual. En una tragedia sabes que, como mínimo, va a morir hasta el apuntador y el desastre va a venir por un descubrimiento, por fuerzas divinas, por elecciones horrendas... y, hagas lo que hagas, acabarás en el fango. Lo que importa en una tragedia es lo del centro y el lenguaje, ese lenguaje sazonado del que hablaba Aristóteles. Ese «mirad todos lo que soy capaz de hacer» de Shakespeare o de Calderón de la Barca. 

El problema, en el público teatral, es que esto es casi tan irresoluble como cuando te preguntan si te gustan más los Stones o los Beatles. Te pueden gustar los dos, pero siempre hay un favorito. 

Para los que me preguntan por las comedias y han llegado nuevos a este mi canal, han de saber que yo soy casi exclusivamente de mujeres que matan a sus hijos, de señoras que repudian a su esposo y lo asesinan en una bañera porque el esposo, para tener buenos vientos, ha matado a su hija (que sí, que Medea para arriba y Medea para abajo, pero qué hay de Agamenón, qué), de crías que quieren enterrar a su hermano insepulto, que ha muerto a manos del otro hermano por un quítame allá un trono y de mujeres que han de partir como esclavas a una tierra extranjera. 

Pero, a pesar de eso, que poco importa, porque cada uno tiene sus gustos y qué se le va a hacer, sí que hay una cosa que repudio: el que va a una comedia como el que va a la guerra, dispuesto a echarse un pulso con los actores que están encima del escenario, «a ver si me hacen reír, que seguro que no» y que luego salen alardeando, como aquellos que hacen un 10.000, que por lo visto es más duro y más brutal que el maratón, porque en el maratón te puedes dosificar. Y, ya sí, sonríen, ufanos: «Pues yo no me he reído». A puñados los he encontrado así en ese teatro romano. 

Que hay que ser un triste. Y un gilipollas .