Continúa la 67 edición del festival que estrena su cuarto espectáculo en el Teatro Romano: ‘Hipatia de Alejandría’, una tragedia de nueva creación situada en la oscura época romana del siglo IV, escrita por Miguel Murillo, el dramaturgo que más veces ha representado en el festival -desde aquel ‘Golfus de Emérita Augusta’ de 1983-. En esta ocasión, lo hace con una interesante versión de la vida del personaje histórico Hipatia, como una oda rutilante contra la ignorancia y los fanatismos de aquella época (que tiene muchos nexos con nuestra realidad contemporánea). El espectáculo está producido por Amarillo Producciones (de Gema González), compañía cacereña que en los últimos años ha obtenido notables éxitos, bajo la dirección de Pedro Antonio Penco.

Sobre la memoria de Hipatia se ha escrito mucho, desde Carl Sagan, en su serie ‘Cosmos, un viaje personal’ y en el libro ‘Cosmos’, ambos de 1980, quien redescubrió para el público contemporáneo el personaje de Hipatia que aparece mencionado en los antiguos textos de sus discípulos Sinesio de Cirene y Hesiquio de Alejandría, así como de su contemporáneo Sócrates Escolástico, entre otros. La historia se desarrolla -a partir de 391dC- durante el Bajo Imperio Romano, crisol de las antiguas culturas egipcia, griega y romana, dentro del recinto donde se encuentra el Museo y el Serapeum, cerca del famoso Faro.

La vida y enseñanza de Hipatia se mueve junto a su padre -el matemático Teón- en un doble plano: el de su pasión por la ciencia con descubrimientos en las matemáticas y la astronomía, y el de la filosofía esforzándose por conciliar los dogmas cristianos de su época y la erudición neoplatónica que profesa. Una vida que trascurre en la ciudad de Alejandría de tiempos convulsos, de una espiral de violencia cruzada entre las distintas facciones religiosas -cristianos, greco/egipcios, judíos- y los distintos estamentos de poder -el patriarcado alejandrino y el poder imperial- que dan lugar al asesinato de Hipatia, acusada de bruja y hechicera, por la acción de cristianos fanáticos del populacho, o de los cristianos ortodoxos del círculo del obispo copto Cirilo de Alejandría en el año 415 d. C.

La versión de Murillo, inspirada en libro sobre Hipatia de la polaca María C. Dzielska (en donde feministas actuales han visto en el personaje un símbolo del ocaso de la cultura clásica y de la libertad sexual) y otras fuentes, logra desde el preámbulo hacer brillar la memoria del personaje y su sabiduría abrazada al pensamiento y la concordia («Que todos los seres humanos, sigan al dios que sigan, están ungidos por el mismo anhelo, la búsqueda de la verdad», pone el autor en boca de uno de sus discípulos). Pero es en la suma de 13 escenas siguientes relacionadas entre sí, las que conforman un conocimiento sólido que deja entrever una probada lección: basta con que se alíen la ignorancia y el dogmatismo fanático para que puedan arruinar el conocimiento acumulado. El peligro de las creencias absolutas no se encuentra en sí mismas sino en la potencia que adquieren cuando acceden a controlar las estructuras del estado y de la sociedad. Los cristianos no fueron peligrosos mientras el cristianismo no fue la religión de Roma. Fue al alcanzar el estatus de oficial, cuando pudieron prohibir a los filósofos seguir enseñando, cuando pudieron marcar libros para ser destruidos, cuando comenzaron la destrucción sistemática de estatuas y monumentos y cuando pudieron silenciar criminalmente -manejando a las turbas ignorantes- a todo el que no estaba de acuerdo.

Murillo consigue un enfoque histórico bastante verosímil en todas las situaciones teatrales -donde hay personajes históricos y personajes recreados- con un lenguaje culto, profundo -sobre todo en el coro de 'planetas errantes'- y altamente poético. Si bien, puede ser discutible una licencia en el epílogo, en donde Sinesio de Cirene visita Alejandría para recordar a su maestra ya fallecida, cuando los historiadores fijan que Hipatia murió en 415 d.C. y Sinesio en 414 d. C. Y también puede ser objetable ese énfasis reivindicativo de moda en boca de éste personaje al final: "sobre las mujeres que sufren, las que son obligadas a callar…" que resulta un pegote en tan hermoso texto, pues en la filosofía de la protagonista está implícita y de forma clara la lucha por la igualdad (ella es una mujer no sometida a ningún hombre que representa la negación del patriarcado).

Murillo consigue un enfoque histórico bastante verosímil en todas las situaciones teatrales

En la puesta en escena, Pedro A. Penco maneja perfectamente los elementos artísticos, componentes articulados dentro de una atmósfera de lo solemne: la precisión de una escenografía -que sabe respetar el monumento- de sencillas plataformas elípticas y circulares que se funden (Diego Ramos), la magnífica iluminación -miscelánea de luces y sombras- que juega su papel fundamental en la creación de sugerentes espacios (Jorge Rubio, Fran Cordero), la apropiada música que recrea texturas sonoras de tragedia (Mariano Lozano), un vestuario clásico visualmente fascinante (Rafael Garrigós) y una dirección actoral efectiva, bien aprovechada en las acciones. Con todo, Penco logra un espectáculo que roza lo excelso. Ya que en algunas escenas ha faltado cierta depuración gradual. Tal vez por falta de unos ensayos que solo pudieron hacerse en un mes (por problemas de organización del festival, causados por la morosa elección de su director Cimarro). Y también por no disponer de un mayor presupuesto para haber logrado la espectacularidad que apuntan las acotaciones del texto. Aun así hay que quitarse el sombrero.

En la interpretación, Penco ha contado con un elenco solvente de veteranos que conocen muy bien el espacio romano. Son ellos: José Antonio Lucia (Amonio), Alberto Iglesias (Teón), Rafa Núñez (Cirilo), Juan Carlos Castillejo (Olimpio), Guillermo Serrano (Sinesio), Pepa Pedroche (Zaira), Gema González (Mujer judía). Todos se han ajustado fenomenalmente a las exigencias de sus respectivos roles con la riqueza expresiva necesaria. Y de debutantes protagonistas: Paula Iwasaki (Hipatía) y Daniel Holguín (Orestes). La primera ha tenido un gran personaje al que puso toda su sensibilidad y calidad de actriz con prestancia, voz, desgarro y dominio de la naturalidad en todos sus variados matices. El segundo, mostrando la mesura y aplomo de su personaje con seguridad y sobriedad en movimientos y declamación.

Pero en esta ocasión voy a destacar a Francis Lucas (Loco de Cirene) en su pintoresco/poético personaje que mendiga por el ágora, logrado con insuperable exhibición de sus recursos dramáticos. Y al coro de cinco actores -Cristina P. Bermejo, Ana Gutiérrez, Elena Rocha, Jorge Barrantes y Sergio Barquilla- que se mueven llenos de lirismo expresivo de tragedia, coreografiado por la veterana Cristina D. Silveira, que muestra su madurez progresiva en el terreno teatro-danza.

El público siguió con interés el espectáculo que duró dos horas y fue aplaudido al final con cinco minutos y medio, según el ‘plausometro’ de Eloy López.